Treinta años no es nada. El Plaza Accord y otra burbuja más

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También entre las monedas y tipos de cambio hay juegos de suma positiva y suma cero, y vínculos que unen o atan, matan o rematan. El Plaza Accord de 1985, que supuso la devaluación del dólar, parecía muy favorable para los países del Este asiático que habían fijado el valor de sus monedas al de la moneda norteamericana. El resultado devino en la forma de un boom masivo de las exportaciones industriales, especialmente para Corea del Sur, y la deslocalización de industrias japonesas en el Sudeste asiático (en parte, para paliar la pérdida de competitividad a causa de la apreciación del yen). La política de vinculación al dólar permitía la estabilidad de los tipos de cambio de las monedas concernidas. Los países del Sudeste asiático se abrieron a la captación de capitales exteriores. Incluso Corea del Sur, que se había mostrado reticente a la llegada de capitales del exterior, inició una fase de liberalización dejándose llevar por las presiones internacionales (sobre todo, de Estados Unidos) y las domésticas de los grandes conglomerados (los denominados “chaebols”). A continuación, se produjo la llegada de abundantes caudales de dinero a todas las economías de la región. Si bien, alrededor de la mitad de estas entradas de capital no fueron inversiones directas sino préstamos comerciales e inversiones en carteras de valores. Pero, en 1995, se produjo una apreciación del dólar mediante el acuerdo internacional conocido como el “reverse Plaza Accord”, que llevó a la devaluación del yen, en una tentativa de estímulo de la economía japonesa. En este punto, las economías del Este asiático podían haberse desvinculado del dólar para mantener la competitividad de sus exportaciones de productos industriales. Pero no lo hicieron, y sus monedas también se apreciaron, siguiendo la estela del dólar.

Los bajos tipos de interés y los mercados de valores alcistas también habían supuesto un potente estímulo para las inversiones de la región. Y estalló la burbuja. El aumento de la demanda de préstamos exteriores y el capital de inversiones de cartera provocó una espiral de especulación que afectó, en primera instancia, a Tailandia, en julio de 1997, con la ofensiva de los especuladores contra la moneda tailandesa, el thai baht; aunque no tardó en afectar a otras monedas de la región, en especial, al won, la moneda de Corea del Sur, y bien cerca estuvo de provocar una debacle mundial. El thai baht se devaluó. La provechosa experiencia alentó los ataques de los especuladores a otras monedas del Este asiático, sobre todo al won coreano, el ringgit malayo y la rupiah indonesia. Tales ataques provocaron una gran fuga de capitales, en toda la región, presidida por los fondos de inversión norteamericanos. Uno de los grandes efectos del colapso de esas monedas fue el incremento de la deuda pública y privada, que discurrió en la compañía de las restricciones crediticias de los bancos regionales y nacionales para empresas y hogares, con lo que se sucedieron las quiebras de empresas y los problemas para el consumo doméstico.

El factor causal subyacente de la presión especulativa, claro, fue la sobrevaloración de esas monedas, fijadas al dólar. Cuando advino la apreciación del dólar, en la segunda mitad del decenio de los 90, lo hizo de la mano de la pérdida de competitividad correspondiente para los sectores industriales de las economías afectadas, en un tiempo en el que las altas tasas de inversión que se habían desarrollado con anterioridad se traducían en una gran capacidad productiva. Las cascadas de inversiones también habían llegado al sector inmobiliario, de manera que tanto las entidades financieras como las empresas y los hogares fueron cargándose de deudas (en dólares). La liberalización de los mercados de capitales, impuesta por el Fondo Monetario Internacional, junto a los efectos del régimen de tipos de cambio fijos, llevó a los bancos y las empresas a solicitar préstamos en el mercado exterior, pues, una decisión por la que deberían pagar una elevada factura. Siguiendo las condiciones impuestas por el Fondo Monetario Internacional, las políticas monetarias y presupuestarias de los países en trance de rescate tendrían que subir los tipos de interés y deberían proceder a recortes presupuestarios. Tales recortes resultaron excesivos, tanto más cuanto que se impusieron en un entorno muy deprimido, de fuerte compresión de la demanda, con el resultado, por lo demás, previsible, de la recesión. La exigencia, por parte del Fondo Monetario Internacional, de la subida de los tipos de interés respondía a la finalidad de contención de la caída del valor de las monedas afectadas pero debilitó la capacidad de compra de los hogares y, por su parte, las empresas endeudadas con los bancos locales se vieron obligadas a enfrentarse a elevados intereses como consecuencia de la depreciación de sus monedas. Asimismo, como no podía ser de otra manera, la confianza de los inversores exteriores se resintió. En lugar de una estrategia de protección de la inversión y el consumo para las economías bajo presión monetaria, el Fondo Monetario Internacional escogió la estrategia que formalizaban los programas de ajuste estructural. De modo que la crisis de 1997 encontró una solución regional recurriendo a un rescate financiero que impuso, con éxito, el Fondo Monetario Internacional. Malasia rechazó la “condicionalidad” que conformaba la “mochila” de la “ayuda” y, de hecho, recuperó la regulación nacional de los movimientos de los capitales (en agosto de 1997). Al final, con todo, las empresas de las economías afectadas (especialmente, las de Corea del Sur, Tailandia, Indonesia y Malasia) se vieron obligadas a la reducción de los precios de sus productos para la exportación, a la búsqueda de alguna ventaja de mercado que permitiese, asimismo, el logro de un cierto equilibrio entre la capacidad productiva y la disminución de la actividad de sus mercados interiores, provocando una “presión deflacionista”, en los términos de la teoría de la regulación, que no favoreció, precisamente, a las posibilidades de crecimiento económico de las economías norteamericana y europeas. Desde luego, los recurrentes estallidos de las burbujas financieras en el actual ciclo, de hegemonía neoliberal, han provocado efectos de retroalimentación negativa en la economía productiva. El más visible, y que suele acompañar a la trampa de la liquidez, el credit crunch (todos quieren vender, nadie quiere comprar y los bancos restringen los créditos).

De la crisis, unos países lograron salir mejor parados que otros. En el Este asiático, las políticas de protección pública de finales de los 90 contribuyeron decisivamente a la recuperación económica. Así, en Taiwán, si bien, el Estado, en el sector industrial, fue reduciendo paulatinamente su protagonismo, en el de las finanzas logró conservar su determinante influencia. En cambio, el Estado coreano optó por la retirada del sector financiero, pero no hubo, en Corea, destrucción de empleo mientras que, en otros casos, como el de Indonesia, se desató una grave crisis que alcanzó, incluso, a las esferas social y política.

En 1999, la crisis financiera se había extendido a América Latina y los flujos de capital neto a la región estaban en los niveles correspondientes a 1982, por más que, ciertamente (en 1999) los flujos netos a todas las economías del mundo en vías de desarrollo dejaran mucho que desear. Las economías de Brasil y Argentina resultaron especialmente afectadas y el Fondo Monetario Internacional se apresuró a diagnosticar el origen del desastre en las erráticas políticas de sus gobiernos. Argentina había sido uno de los grandes receptores de inversiones de capital exterior, en los primeros años 90, que habían inducido el boom de la demanda. El déficit comercial fue uno de sus efectos sobrevenidos. El déficit mismo acreditaba la escasez de inversiones en la economía real. La decisión de vincular el valor del peso al del dólar que, por cierto, el Fondo Monetario Internacional había alentado como una medida adicional de lucha contra la inflación, hizo mella en la competitividad de las exportaciones. Desde los primeros años 2000, fue decayendo la confianza de los inversores en la economía argentina, el capital se puso en fuga y devino una caída en espiral de los precios de los activos. A finales de 2001, la devaluación se hizo inevitable y, con ella, el incumplimiento de pagos de la deuda externa. Pero el recuento de las víctimas de la crisis no puso fin a la batalla.

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