Cesarismo Pigmeo

La última moda de la política nacional es la de someter a votación de los afiliados a un partido la decisión sobre la política de alianzas de la formación en la que militan. PSOE, PODEMOS y ERC han organizado y realizado consultas de este tipo con vistas a la articulación de una eventual mayoría parlamentaria que sea capaz de investir un Presidente y sostener un Gobierno de cierta duración, al efecto de evitar el recurso a unas terceras elecciones en un año. Prima facie se trata del uso de un procedimiento impecablemente democrático al efecto de fijar las directrices de la acción política inmediata. ¿Acaso hay algo más democrático que dejar la decisión sobre la política de alianzas en manos de los afiliados? La respuesta es que sí, porque debajo de la atractiva apariencia del recurso al plebiscito interno se halla una realidad bien distinta: la búsqueda de la aclamación y del desplazamiento de la responsabilidad por parte del liderazgo del partido.

No pertenece al reino de la casualidad que el recurso al plebiscito haya sido una herramienta de frecuente uso por parte de gobiernos autoritarios al efecto de dotarse de una apariencia democrática respetable, al punto de que el mismo término de “plebiscito” haya venido a adquirir connotaciones negativas. Desde que Bonaparte lo usó para legitimar la Constitución del Año VIII y su ascenso a Primer Cónsul ha venido siendo así. Entiéndase bien, un plebiscito puede ajustarse en la práctica a los principios democráticos, pero cualquier plebiscito no goza de esa propiedad.

 

 

 

Para que un plebiscito sea democráticamente aceptable se requiere:

  • Antes que nada, la posibilidad de realizar un amplio debate público sobre el objeto de la consulta; si este no se da, el resultado no podrá superar la condición de aclamatorio.
  • A renglón seguido, es indispensable que se dé al votante la posibilidad de escoger entre dos o más opciones explícitas y diferenciadas, pues si no hay alternativa, la votación irremediablemente devendrá un puro acto de adhesión.
  • En tercer lugar, la redacción de la propuesta debe formularse de tal modo que la misma no contenga sesgos previos a favor de alguna o algunas de las opciones que se someten a votación, esto es que el procedimiento sea neutro.
  • Finalmente, que se evite de facto la personalización de las opciones: esto es ,que se evite el riesgo de que la consulta tenga por objeto primario, antes que la cuestión que se plantea, el otorgamiento o confirmación de la confianza al liderazgo político que la formula.

Las consultas organizadas a que se ha hecho referencia no cumplen ninguno de esos requisitos:

  1. Son consultas efectuadas sobre la marcha sin que previamente se haya promovido y realizado un debate mínimamente serio sobre la cuestión que se plantea.
  2. Se presenta lo que no es sino una ratificación sobre una posición por el liderazgo político adoptada, sin que exista al voto favorable otra alternativa que el salto a lo desconocido, el horror vacui que espanta a los electores.
  3. La propuesta aparece sesgada y lo hace en el sentido que el liderazgo desea (¿qué militante de izquierdas va a votar contra la formación de un “gobierno progresista”, o que independentista va a pronunciarse contra la presión al gobierno del Estado?).

Lógicamente, faltando todo lo dicho se hace necesario concluir que lo que se busca por la dirección política que promueve la consulta no es otra cosa que la adhesión incondicionada de los afiliados a la posición que ha adoptado la dirección. Si, como sucede en los casos del PSOE y PODEMOS, aquella está personalizada, la voluntad de configurar la consulta como medio de manifestar la adhesión al líder deviene evidente. Y con ella, la de acallar las posibles voces discrepantes de la decisión adoptada en el seno de la organización.

Vistas así las cosas, el empleo del voto de los afiliados para santificar las decisiones adoptadas por la dirección del partido y silenciar de paso a los posibles discrepantes, configura esta clase de consultas como un ejemplo del empleo de la técnica de la consulta “a las bases”, como un “plebiscito” en el sentido peyorativo del término. Al menos en los casos en los que la dirección que consulta está personalizada, lo que se pretende no es otra cosa que la aclamación del líder. Bonaparte no carece de discípulos en nuestros partidos.

La cosa puede ser peor si se considera que una organización política que personaliza su dirección y usa para ello técnicas como las señaladas, difícilmente puede pretender ajustarse al mandato constitucional que exige que los partidos tengan organización y funcionamiento democráticos. Que el uso de tales instrumentos sitúe a las correspondientes organizaciones en la ruta que conduce a la aclamación del “ destacado y bienamado dirigente”, me parece claro. Y es que resulta democráticamente sano desconfiar de los líderes que pretenden ser bienamados además de jefes. Laus Deo.


Puedes leer aquí el artículo anterior del Catedrático de Derecho Constitucional, Manuel Martínez Sospedra, titulado: «10N ¿Y ahora, qué?»

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