Reducción del tiempo de trabajo

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Son varias las formas que puede adoptar la reducción del tiempo de trabajo: disminución de la duración de la jornada laboral, promoción del trabajo a tiempo parcial, jubilaciones anticipadas, prolongación del tiempo dedicado a la formación y algunas otras más. En todos los casos, finalmente, se reparte el empleo.

El impacto social de un desempleo que parece invencible (por su naturaleza estructural) no siempre se refleja en el debate sobre la oportunidad y pertinencia de la reducción del tiempo de trabajo. Por una parte, las políticas neoliberales del empleo se han acreditado como consumadas constructoras de precariedad laboral y empobrecimiento de los asalariados. Por otra, las propuestas alternativas han de someterse a la prueba de la incertidumbre ante lo que está por venir. Unos dicen que lo que hay que hacer es trabajar más; que la productividad (al alza) y los costes salariales unitarios (a la baja) constituyen factores causales de primer orden para la competitividad y, por tanto, para la existencia misma de los mercados laborales. Por lo demás, en las actuales condiciones de la competencia global, la reducción del tiempo de trabajo en una sola economía no puede ser más que una medida transitoria, reversible y selectiva. Otros responden que la reducción traería consigo importantes incrementos en la productividad y contribuiría al saneamiento de las finanzas públicas, a cambio, probablemente, de una revisión (mínima), a la baja, de los salarios; en cualquier caso, sin empleo no hay integración social: es necesario abrir de par en par las oportunidades de ingreso en el mercado laboral. Pero es que, a la vez, hay una cuestión de fondo, en todo esto, en la que se anticipan algunos ajustes y cambios en la evaluación social del trabajo y el empleo. Las experiencias francesa (con la semana, ya establecida desde hace 15 años, de 35 horas, que ha permitido la creación de alrededor de 400.000 empleos) o sueca (con la jornada, todavía en fase de observación, de 6 horas) se orientan en esa dirección.

Un acuerdo puntual en una empresa, al objeto de evitar despidos, no forma parte, en sentido estricto, de la idea de la reducción, que no es, desde luego, ni de lejos, la fórmula definitiva para enfrentarse al desempleo masivo. La reducción del tiempo de trabajo podría ser un factor de influencia más entre los factores, agentes y elementos que conforman el entramado de (des)equilibrios en la relación entre las rentas del capital y el trabajo. Su campo propio se movería siguiendo la estela de las mejoras de la productividad para las cuentas de resultados de los inversores, la situación de los salarios ante tales efectos o la creación y destrucción de empleo, como consecuencia. Hoy por hoy, el empleo es el gran sacrificado. No parece gozar de buenas expectativas, por otra parte, la idea de una reducción del tiempo de trabajo semanal para pasar a una reducción del tiempo de trabajo sobre la vida activa. Y hay que tratar de forma distinta el tiempo individual de trabajo y el tiempo de funcionamiento de las cadenas de producción o de apertura de los establecimientos comerciales, por ejemplo. Esto exigiría una organización del trabajo especialmente flexible, en función de las situaciones particulares. A este respecto, solamente las negociaciones descentralizadas, por ramas de actividad y empresas, permitirían preservar el equilibrio de los intereses.

Las reacciones (contrarias) a la propuesta de la reducción (que no corresponden, únicamente, a posiciones ideológicas derechistas) advierten acerca de su (obvia) inconsistencia para el incremento de las plantillas: en los más de los casos, aumentaría el número de horas extraordinarias (declaradas o no) y (puede que) la productividad, pero las plantillas apenas se moverían. Para los intereses de la organización general del sistema económico, la reducción de la duración del trabajo traería un sinfín de problemas de gestión y administración. Aún más, quedaría invalidado, en gran medida, el ingente esfuerzo de control para la estabilidad de los procesos productivos (desde los flujos flexibles hasta la orientación a la calidad total) integrados en las empresas más competitivas. Y conviene tener en cuenta otra variable: muy probablemente, los trabajadores tratarían de aprovechar su tiempo libre para complementar sus ingresos. En líneas generales, la reducción favorecería los desarrollos de la economía sumergida. Es más, potenciaría una especie de «economía administrada», en lugar de «re-responsabilizar a los ciudadanos», en los términos de Alain-Gérard Slama. Esta posición es la típica de los neoliberales. Para adaptarse a las actuales circunstancias del mercado, hay que cambiar los comportamientos y las reglas de juego: el desempleo de larga duración, el más grave de todos los tipos de desempleo, se reduciría significativamente si el mercado de trabajo fuera más abierto para la entrada y la salida; es decir, la clave está en la flexibilidad. Siempre será preferible la inestabilidad que el despido o la imposibilidad de encontrar un empleo. Y el “argumentario” consiguiente se publicita con las consignas incansablemente repetidas: no es el tiempo de trabajo el que hay que repartir, sino el riesgo de pérdida del empleo; la seguridad de los “indefinidos” se alimenta de la inseguridad de los “temporales”; lo que hay que hacer, más bien, es incrementar la riqueza y permitir a todos que aporten su máxima contribución al valor añadido colectivo, etc. El grito de guerra preferido por los neoliberales: «el reparto del trabajo es el reparto de la penuria». Ciertamente, los medios tradicionales de lucha contra el desempleo ya no garantizan su derrota. El crecimiento, tan necesario, no parece resultar suficiente. Y no se trata de repartir la penuria, sino de un reparto dinámico del trabajo que mejore la situación del empleo y, también, la calidad de vida. Pero, por supuesto, entre las filas ortodoxas también pueden encontrarse análisis relevantes. La reducción del tiempo de trabajo no arreglará la escasez del empleo, insisten; ni mucho menos podría propiciar una reorganización del trabajo que se extendiera a un nuevo marco de oportunidades vitales de mejor uso y disfrute del tiempo propio. Lo que hay que hacer es liberar la creación de empleos, en vez de replegarse sobre el reparto de los empleos existentes. Aunque resulte atractiva, la del reparto del empleo es una idea constitutivamente errónea. Y todavía más grave que la penuria de empleos, apuntan, es la notoria escasez de emprendedores. En realidad, sentencian, la reducción de la duración del trabajo forma parte de los falsos dilemas sobre los que se discute porque sí, en vez de abordar las cuestiones verdaderamente importantes; se buscan, desesperadamente, ideas nuevas, a falta de la disposición de voluntad para afrontar los obstáculos estructurales al empleo, que impiden que, con tasas notables de crecimiento, algunas economías no sean capaces de crear empleo.

En el contexto de los debates franceses de mediados de los años 90 del siglo pasado, pensando en la reducción continua del tiempo de trabajo, en Francia, desde finales del siglo XIX, el Rapport (de la Commision au Plan) Le travail dans vingt ans recomendaba la reducción de la duración total del 20 al 25 por ciento, para los veinte años siguientes. A mediados del decenio de los 90, las 1.670 horas medias anuales pasarían a 1.500 en el año 2015; de las que, al menos, un 10 por ciento se dedicarían a la formación profesional. Por cierto, el informe consideraba que la propuesta del límite de cuatro jornadas laborales a la semana resultaba demasiado rígida y no respondía a la organización establecida del trabajo ni a las aspiraciones de empresarios y asalariados. Más bien, sugería el informe en cuestión, la solución más pertinente, en el proceso, ya muy adelantado, de superación de la organización fordista de la producción, exigiría un tratamiento del tiempo conforme a una economía de doble naturaleza, que encontrara protección pública, por una parte y, por otra, se desarrollase con arreglo a una dinámica de acuerdos por sectores o empresas. La cohesión social saldría, sin duda, reforzada, en cuanto que mejoraría la capacidad de acceso al empleo. Ahora bien, la situación del trabajador a tiempo completo no podía ser, obviamente, la misma que la del trabajador a tiempo parcial. Y nada decía, el informe, de las oportunas compensaciones salariales. Unos meses antes, otro informe, dirigido por Alain Minc, La France de l’an 2000 llegó a proponer una cierta forma de «trabajo diferenciado». Dejando de lado sus aspectos más técnicos, la idea en cuestión era una tentativa más de dar respuesta a la difícil evolución del empleo. Se trataba de suprimir las referencias a la duración habitual y las condiciones contractuales para colectivos, según los convenios establecidos, a cambio del establecimiento de una duración según la relación contractual “individualizada”, libremente acordada por las partes (empresa y asalariado) en función de la demanda existente de tiempo de trabajo. Desde luego, la propuesta de Minc parecía muy inclinada al refuerzo de la figura de la relación mercantil, en detrimento de la relación laboral. Además, presentaba una concepción de las relaciones laborales (y una determinación del salario) que no podía sino favorecer a las posiciones empresariales, aunque solamente fuese por la diferenciación entre la duración del trabajo (“individualizada”) de los empleados y la del funcionamiento de la empresa (que podría mantenerse o incluso aumentar, en función de las condiciones del mercado). A largo plazo, la duración del trabajo semanal individual podría ser de cuatro días y la de la empresa de cinco o seis. Y quizá los incrementos de la productividad pudieran conducir a la creación de puestos de trabajo, según una relación proporcional a la reducción de la duración individual.

Entre los primeros que se atrevieron a proponer una reducción significativa de la jornada laboral, cabe destacar a André Gorz, que señalaba, como condición inexcusable, la previa adecuación de los recursos en todas las ramas y sectores de actividad, y la aceptación de una proporcional reducción de los salarios, que, por eso mismo, deberían recibir alguna compensación en la forma de transferencias o de cualquier otra y, a otros efectos y significados, a través del disfrute de un tiempo liberado. Por su parte, Guy Aznar, otro precursor de las propuestas de reducción del tiempo laboral, sostuvo que, dado que el trabajo era un derecho fundamental de los ciudadanos, había que repartirlo equitativamente. Pensaba este ilustre jurista y economista en la plausibilidad de una fuente (pública) de ingresos capaz de compensar el lucro cesante que, inevitablemente, afectaría a las rentas de los asalariados; esto es, en un «segundo cheque» familiar, a cargo del erario. Este sobresueldo podría financiarse por medio de un impuesto especial sobre el consumo, que habría que entender como una manifestación de solidaridad social y que, a su vez, sin duda, proyectaría efectos benéficos para todas las esferas de actividad. También podría salir de la mejora de la productividad, merced a una más intensiva utilización de los recursos tecnológicos; incluso, de una distribución más eficiente de la masa monetaria dedicada al pago de las prestaciones y subsidios por desempleo, y hasta de los incrementos relativos de las cotizaciones sociales y los impuestos directos. En cuanto al trabajo a tiempo parcial, dado que no podía sino conllevar un salario parcial, resultaba del todo legítima la pretensión de una «indemnización» que compensara la parte de la renta no percibida.

Dos concepciones enfrentadas, pues, respecto de la reducción del tiempo de trabajo. Por su lado, los contrarios a la idea no parecen mostrarse muy dispuestos a contemplar fórmulas (si no son puntuales) de reducción aunque pudiesen contribuir, en supuestos específicos, empresa por empresa, al mantenimiento de puestos de trabajo y respondieran a las aspiraciones de algunas categorías de activos. Los partidarios, por el suyo, proponen una visión más amplia y sitúan la reducción del tiempo de trabajo en la línea de las conquistas sociales que hay que proteger. Puede que los managers se sientan legitimados en su rechazo de una eventual reducción de la duración del trabajo que, sin compensación de las retribuciones salariales o quizá incluso con ella, inflaría sus costes más allá de lo razonable. O que las organizaciones sindicales se reafirmen en su rechazo del amplio elenco de las formas de flexibilidad. Pero los temores de unos y otros no son invencibles. Por más que el reparto del trabajo (que no haría injusticia a la clásica fórmula de la división del trabajo) pudiera tomarse como una versión generalizada de los fundamentos (provenientes de una situación particular típico-ideal, por cierto) constitutivos del trabajo a tiempo parcial.

La prioridad es la creación de empleo, no el reparto de la penuria de empleo. Ahora bien, no puede recortarse la duración del trabajo manteniendo los mismos salarios porque no se crearía empleo y, en algunos casos, lo suprimiría, incluso. La reducción, en tales términos, incrementaría los costes laborales, con la retahíla de consecuencias negativas para el conjunto de la economía. Ni siquiera una bajada de salarios proporcional bastaría para compensar la reducción del tiempo de trabajo, pues los costes fijos seguirían siendo los mismos. Además, podría provocar efectos perversos en las inversiones y los gastos de consumo de las empresas y hogares que contaran con unos determinados ingresos (fallidos) en el corto y medio plazo. Sin embargo, la decisión del ajuste de los salarios resultaría letal para los trabajadores peor remunerados, los protagonistas del fenómeno de los working poor, con lo que la justificación de las excepciones a la medida debería quedar fuera de toda discusión. Con esas limitaciones, la reducción del tiempo de trabajo sería, sobre todo, un ejercicio de solidaridad social, a pesar del volumen de dificultades sobrevenidas que conllevaría la contrapartida de las bajadas salariales para casi todos a cambio del trabajo para todos.

El reparto del trabajo (que resultaría de la reducción) introduciría otra concepción de la gestión total del ciclo de vida, una alternativa prometedora. En efecto, cuando menos, ofrecería unas perspectivas de solidaridad activa entre los trabajadores interesados en el gobierno de su tiempo propio y los parados de larga duración que aspirasen a la integración laboral. Se trata tanto de una iniciativa de acción social para la recuperación de una fuerza de trabajo marginada (y para evitar la caída en la exclusión social de un sector de la población, el más vulnerable) como de un verdadero proyecto de actividades ajenas a la institución del mercado. En cuanto al primer aspecto, en este punto, algunos enfoques ecopolíticos comparten la concepción del tiempo reencontrado para la vida asociativa, la “convivencialidad”, la formación, y los mecanismos de cooperación social y ayuda mutua. En cuanto al segundo, el reparto es un imperativo de cohesión social, un elemento, especialmente fuerte, de un modelo de sociedad, en un movimiento de conjunto que ya pudo traducirse en el adelanto de la edad de jubilación, las vacaciones pagadas o la misma duración del trabajo semanal en torno a las treinta y nueve horas. Además de su función (originaria) instrumental para la estabilidad del empleo, la reducción del tiempo de trabajo debería coadyuvar a la mejora de la calidad de vida de los asalariados («trabajar menos para vivir mejor»). Asimismo, las condiciones de un eficiente reparto del trabajo deberían mostrarse ligadas a una nueva distribución entre la vida activa y los tiempos de formación y descanso, y a las actividades que tuvieran un objetivo de bien común. Desde el trabajo en el seno de asociaciones diversas hasta la participación en la vida social de los barrios, se abrirían múltiples espacios para la realización de compromisos personales y colectivos.

Sea como fuere, en sí mismo, el reparto del empleo implica un cuestionamiento de las conquistas sociales, una paradójica adaptación del derecho al trabajo que podría volverse contra los asalariados, produciendo el efecto perverso de un reparto general del paro parcial. Podría provocar enfrentamientos entre los que ya trabajan y los que no lo hacen, en una guerra de todos contra todos. Aunque puede que tal enfrentamiento ya se haya producido. No se ve la presencia de grandes, o pequeños, movimientos sociales dispuestos a luchar por un cambio de la realidad laboral y social. Ni siquiera las organizaciones sindicales parecen muy interesadas en la defensa de los intereses de los excluidos. Pero hay más: puesto que las hipótesis de la reducción del tiempo de trabajo se formulan en nombre de la solidaridad, no hay razón por la que los asalariados tengan que llevar adelante ese empeño en solitario. Todas las categorías del mundo empresarial deberían participar también; al menos, en términos financieros. El valor del trabajo no puede dejarse al criterio único del mercado, a no ser que el propio mercado acepte su papel de subordinado a los valores sociales (a los que entendemos mejor asentados, en los mínimos: los de justicia social), algo que parece muy lejano en el tiempo, porque lo está en la voluntad de las clases dominantes. No puede exigirse a nadie el compromiso vital de un trabajo arduo y sacrificado, por mera supervivencia o por asunción de las prescripciones psicológicas del capitalismo tan bien explicadas por Max Weber o Thorstein Veblen. Ni, menos todavía, por el imperativo de la sobreexplotación, que no es un fatum, precisamente. La devaluación del trabajo no fortalece la cohesión social. Más bien, se hace cada día más urgente una firme revaluación del trabajo, incluso de las actividades no estrictamente productivas; lo que, en las actuales circunstancias, exige una compensación de rentas, en cuya virtud las propias del trabajo deberían recoger buena parte de los excedentes de las del capital. Supondría, obviamente, toda una revisión del modelo actual de sociedad salarial. Los argumentos centrales serían de orden ético y moral, pero en absoluto quedarían invalidados los de tipo técnico.

A otros efectos, con vistas al cumplimiento del requisito homeostático, las modalidades del reparto del trabajo, extremadamente diversas, deberían negociarse de forma particularizada. Y para su negociación, haría falta, con toda probabilidad, la supervisión de los poderes públicos, dada la correlación de fuerzas entre las partes. No obstante, con regulación legal o sin ella, el Estado habría de asumir un papel protagonista, potenciando las posibilidades para la reducción. Claro que en el actual escenario de precarización creciente y desmantelamiento del Estado del bienestar se hace verdaderamente difícil cualquier iniciativa con pretensiones de eficacia inmediata ¿Cómo asegurar la (redescubierta) cohesión social (en potencia) en un contexto en el que reina la desigualdad, también, en el seno de la población activa, en la que una amplia fracción de trabajadores se ve implacablemente privada de su derecho al trabajo?

Desde luego, el Estado del bienestar ya no está en condiciones óptimas para prestar amparo generoso e indefinido a los excluidos del mercado laboral. De manera que habrá que repartir el trabajo existente. En esa línea, podría aligerarse el peso de las cargas sociales, tanto para los patronos como para los obreros, de los que participaran en esta modalidad de lucha contra el desempleo. La reorganización y reducción del tiempo de trabajo debería acompañarse, en todo caso, de una modulación proporcional de las cargas sociales. Surgirían problemas, quizá, por causa de las dificultades que presentaría la financiación de las disminuciones de ingresos en la caja de la Seguridad Social, como consecuencia de tal modulación, y el (más que probable) descenso de las cuantías de las prestaciones sociales. Tal necesidad de financiación quizá pudiera cubrirse a través de las ganancias de productividad del trabajo asociadas, eso sí, a la reorganización (racionalización) de los procesos, y a la reducción de los plazos productivos o a los ajustes de los activos circulantes, por ejemplo. A lo que habría que añadir (sin remedio) la contribución de los asalariados en la forma de una reducción de los salarios presentes o futuros. A este respecto, una de las posibles compensaciones para los que renunciaran a una parte de su jornada laboral podría materializarse mediante el recurso a técnicas de remuneración variable, según los incrementos de valor añadido.

Aunque, en realidad, la reducción del tiempo de trabajo no debería implicar un aumento de los costes sociales totales sino, al contrario, su disminución, puesto que también se reflejaría en importantísimas minoraciones del gasto público. Es lo que se infiere de una opción que debe reducir el desempleo y, por tanto, los costes que conlleva la protección de los desempleados. Así, el Estado podría disponer de descuentos previos en función de la disminución de costes sociales que acompañaría a la reducción del tiempo de trabajo. Además, deberían adoptarse decisiones que permitieran la suavización de las consecuencias de las inevitables pérdidas parciales de las cuantías salariales, derivadas de tal reducción, en forma de alguna modalidad de subsidio inspirada en el del desempleo que, en este supuesto, correspondería a una cierta ayuda por el paro parcial sobrevenido. La reducción parece ser una salida plausible al paro de larga duración, aun con todas sus complicaciones. Si bien, a fin de cuentas, habría que hacer frente a dos fuertes obstáculos. El primero vendría del conjunto de efectos que provocaría una regulación legal de tal reducción: las empresas, ante los hechos consumados, probablemente contra su criterio, tratarían, entonces, de compensar los previsibles incrementos de los costes (por vía, sobre todo, de las cargas sociales) intensificando el ritmo de trabajo y exigiendo mayores niveles de productividad, con lo que el impacto sobre la posible creación de más empleos se frenaría con suma celeridad. Y, en segundo lugar, si la regulación se dejara en manos de los agentes sociales, incluso sector a sector, empresa a empresa, es muy probable que primaran los intereses establecidos, y bien pertrechados, de los que disfrutan de buenas condiciones laborales, previsiblemente poco proclives a los ajustes que traería consigo la decisión. Al final, la evolución de la productividad del trabajo constituye una variable independiente que actúa a la manera de principio de realidad. Por supuesto, la competitividad depende (también) de la productividad (que suele entrañar regulaciones masivas de las plantillas, a todos los niveles). Las mejoras en la productividad deberían dejar de tomarse como fuentes de legitimación de las supresiones de puestos de trabajo para convertirse en razones de justificación de mejoras salariales.

En cualquier caso, la viabilidad de la reducción del tiempo de trabajo depende de un concurso de factores sometidos al riesgo constante de frustración por su escasa capacidad de anticipación de los comportamientos del mercado global (y los mercados locales y regionales). Por el momento, la idea de la reducción asociada al reparto del empleo ha de soportar un terrible parecido de familia con la realidad de la reducción salarial asociada al reparto del desempleo, merced, sobre todo, al acoso y derribo a que se ve sometida la sociedad salarial.

 

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