En 1994, el gobierno británico llevó a cabo una gran investigación, acerca del incremento de la pobreza en su país, que vino a verificar lo que todo el mundo sabía ya. En esos días, la pobreza impregnaba las oportunidades de vida de uno de cada tres niños (de 4,1 millones en 1991-92; en 1979, de 1,4 millones), mientras las distancias sociales y económicas se acrecentaban entre los hogares más pobres y los más ricos. En 1992, 13,9 millones de británicos vivían por debajo del umbral de la pobreza, esto es, en un hogar que disponía de menos de 114 libras por semana, la mitad de la renta media. En 1979, había 5 millones de británicos en esa situación. La encuesta mostraba que la renta media de los hogares había crecido un 36 por ciento en el periodo 1979-92, pasando de 168 a 229 libras por semana. Pero, al mismo tiempo, el 10 por ciento de los hogares más desfavorecidos (con menos de 61 libras por semana) habían visto disminuir sus ingresos en un 17 por ciento, mientras que el 10 por ciento de las familias más ricas habían conocido un incremento de un 62 por ciento. Y en 1996, había el mismo porcentaje de pobres que en 1900. Desde luego, el periodo de Margaret Thatcher había sido especialmente eficiente en la generación de desigualdades sociales, pero todavía llegaría a casi toda Europa, desde mediados los años 80 hasta la segunda mitad de los 90, una gran ofensiva de la desigualdad que no se daría más que una pequeñísima tregua en los años inmediatamente anteriores al cambio de siglo.
En 1998, el 94 por ciento de la renta mundial se reservaba para menos del 40 por ciento de la población; 400 familias tenían una renta equivalente a la de 3 millardos de habitantes; las tres primeras fortunas del mundo poseían activos mayores que el PIB de los 58 países más pobres. Mil millones de personas vivían con menos de un dólar al día; la mitad de los habitantes del planeta, con menos de 2 dólares. Más de 2 millones de personas morían cada año a causa de enfermedades para las que se disponía de tratamientos y medicamentos eficaces. Sin duda, el número de personas viviendo en la pobreza se incrementó en el periodo de 1987 a 1998. En 1999, vivía en condiciones de pobreza extrema alrededor del 40 por ciento de la población del Sur de Asia y el 50 por ciento de África Subsahariana y América Latina; y la población pobre se triplicó, durante el periodo referido, en el Este de Europa y Asia Central. En África Subsahariana, el número de pobres pasó de 217 millones a 291 millones. En el Sur de Asia, el número de pobres, en la última década del siglo XX, pasó de 474 millones a 522. En América Latina y el Caribe, aumentó un 20 por ciento. En los primeros días del siglo XXI, en Argentina, el 23 por ciento de la población vivía con menos de 2 dólares al día; en México, el 20 por ciento; y en Brasil, el 21 por ciento. El 70 por ciento de la población en situación de pobreza extrema se localizaba en el Sur de Asia y en África Subsahariana. Mientras el número de pobres se redujo en el Este asiático, el Oriente Medio y algunas zonas del Norte de África, aumentó en las economías en transición del Este de Europa y Asia Central. Los problemas de la dependencia, el endeudamiento, la pobreza persistente y la desigualdad han sido (y continúan siéndolo) mucho más graves en África que en cualquier otra zona, incluida Latinoamérica. Y dado que el crecimiento de la población es más acelerado en los países pobres que en los ricos, la disminución comparada de las rentas de las poblaciones de aquellos países no deja de agravarse. Según el Human Development Report 2006, y el Human Development Report 2007/2008, el PIB de África, expresado en dólares de 2005, cayó de 1216 millardos, en 1980, a 760 millardos en 1990. En términos de renta per cápita, una caída de 2.538 dólares a 1.192 y 1.029 en los años mencionados. En términos de PPP (paridad de poder adquisitivo, que permite la comparación de los niveles de vida al interior de los distintos países) podría mostrarse un ligero aumento en la media de ingresos, pero la fotografía de cuerpo entero resulta esclarecedora. Así, como excepción a la tendencia establecida para el resto del mundo, la esperanza de vida en el África Subsahariana apenas había experimentado algún cambio desde los años 70 hasta los primeros años del siglo XXI, según el Human Development Report 2006. La pobreza, por supuesto, condiciona la prevalencia de muchas enfermedades que conducen a elevadas tasas de mortalidad.
El World Development Report 2001: Attacking Poverty decía explícitamente que el aumento de la desigualdad de las rentas no debía verse en negativo puesto que, en realidad, las rentas no empeoraban y el número de pobres no se incrementaba. Pero, aunque el número de personas en situación de pobreza extrema, en los últimos 30 años, haya descendido ligeramente, se ha producido un visible incremento de la desigualdad que, además de las obvias consecuencias económicas, se ha visto reflejado en la forma de importantes quiebras de la cohesión social y la legitimidad política, y ha logrado oscurecer las expectativas de mejora de calidad de vida de la mayor parte de las poblaciones afectadas.
Entre los países integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en 2011, el 10 por ciento de los más ricos obtuvo 9,6 veces más ingresos que el 10 por ciento más pobre. En 2007, los afortunados habían ganado 9,3 veces más. La medición publicada por el Credit Suisse Global Wealth Databook 2013 no ofrecía dudas: algo menos del 1 por ciento de la población mundial poseía el 41 por ciento de la riqueza global; el 7,7 por ciento de la población disponía del 42,3 por ciento de la riqueza; el 22,9 por ciento, del 13,7 por ciento; y el 68,7 por ciento, del 3 por ciento restante. Se trataba de la enésima verificación de la solidez de una tendencia que había empezado a manifestarse 40 años antes. En nuestros días, la distribución de la riqueza global no sólo es notablemente desigual, sino que el gap entre ricos y pobres se incrementa sin cesar mientras que, a la vez, se produce un aumento sin precedentes de la acumulación de capital. Según la OCDE, Irlanda y Grecia habían conocido, de 2007 a 2011, un incremento de la desigualdad de ingresos de un 5 por ciento; Estonia, de un 3 por ciento. El 0,35 del índice de Gini (cuanto más cercano a 1, más desigual distribución) situaba a España a la cabeza de la Unión Europea, con un incremento de la desigualdad de ingresos, desde el 2008, del 9,7 por ciento. Considerando los impuestos y las transferencias, y midiendo los ingresos disponibles, la desigualdad se agravó en España en un 4 por ciento, mientras que en Francia, Hungría o Eslovaquia lo hacía en un 2 por ciento. El desempleo, el debilitamiento o desaparición de transferencias y los efectos de los recortes del gasto social se mostraban como factores explicativos de los peores movimientos de la desigualdad en los países mencionados. Ciertamente, la Gran Recesión de 2008 había resultado determinante para el grave deterioro de las condiciones materiales de vida de gran parte de los hogares de bajos ingresos. Hasta tal punto que la proporción de personas viviendo con menos de la mitad de la renta media real (referida a 2005) se incrementó en 15 puntos porcentuales en Grecia, y en 8 puntos porcentuales en Irlanda y España. El aumento comparado de la tasa de ganancia y la acumulación de capital, en la forma de beneficios, dividendos e intereses, constituye el gran factor explicativo del aumento de las desigualdades. Los ricos tienden a ser cada día más ricos. Los pobres tienden a ser cada día más pobres. Así, en Estados Unidos, en 2012, el 1 por ciento de los norteamericanos más ricos acumulaba el 22,5 por ciento de la renta nacional. El ratio de las rentas del capital respecto de las rentas del trabajo se había incrementado desde el 15 por ciento de 1979 hasta el 18 por ciento de 2002; y en Francia, con un Estado social más generoso con los menos favorecidos, pasó, del 7 por ciento, en 1979, al 12 por ciento, en 2002. Únicamente los países escandinavos mantuvieron un cierto equilibrio pero, aun así, las rentas del capital lograron una mejora de un 8 por ciento.
Por lo habitual, los analistas neoliberales intentan desviar la atención del aumento de la desigualdad haciendo hincapié en la supuesta reducción de la pobreza repitiendo, una y otra vez, que las tendencias conocidas se han detenido y, de hecho, caminan en dirección opuesta gracias al avance de la globalización. El proceso de la globalización reduce la pobreza porque las economías integradas tienden a crecer con mayor celeridad y su crecimiento se difunde ampliamente. Es el estribillo preferido para zanjar la cuestión. Pero, aun cuando esta premisa pudiera resultar válida para el caso de China, lo cierto es que deja de lado que el aumento de la desigualdad es una tendencia muy consolidada. Y aunque el creciente gap entre ricos y pobres al interior de los países no presentara un carácter universal, sí que se ha hecho muy manifiesto en la mayoría de los casos. La desigualdad de las rentas es creciente tanto en los países más desarrollados como en los países en vías de desarrollo.
En los países más desarrollados, el desalojo de las políticas keynesianas (y su reemplazo por medidas tales como la disminución del gasto para la protección social, la desregulación comercial, financiera y laboral, la privatización de servicios, etc., siguiendo las pautas marcadas por el enfoque monetarista) está relacionado con el aumento espectacular de la pobreza y las desigualdades sociales. La pobreza de los asalariados (activos y/o desempleados) se ha incrementado en los últimos 40 años. Además de algunos factores eminentemente sociales (por ejemplo, la presencia creciente de familias monoparentales), cuenta la pérdida de capacidad adquisitiva de los asalariados, el incremento de las tasas de desempleo y la disminución de las indemnizaciones, prestaciones y subsidios, y la proporción creciente de desempleados sin protección. La pobreza se muestra unida, también, a los subempleos, hasta el punto de que el empleo de mala calidad se ha convertido en el primer vector del empobrecimiento. Pero la pobreza no acecha, únicamente, a la mayor parte de los asalariados. Cada vez hay más empresarios, profesionales liberales y autónomos en situación de ruina. En un lado de la distribución de las rentas, las del capital no parecen tener techo. En el otro, las remuneraciones de los altos directivos no paran de subir y las del resto de trabajadores no paran de bajar, abriendo cada día más la brecha salarial. En los últimos años anteriores a la crisis, en Estados Unidos, millones de personas vivían ya en situación de pobreza, incluso trabajando a tiempo completo. Al igual que en la zona euro (quizá con la excepción de Francia) y en Reino Unido, ya se había producido, allí, un notable estancamiento de los salarios reales. En concreto, los salarios que han corrido peor suerte han sido los de los sectores laborales de menor cualificación y los de los procesos productivos de baja intensidad de inversión de capital y bajo valor añadido. El mercado excluye lo que no le conviene y marca las condiciones para el gobierno del cálculo de ganancias. Y lo hace siguiendo su propia racionalidad fundacional, independientemente del efecto trágico de la sobreexplotación o el desempleo.
El número de trabajadores subempleados no deja de incrementarse, con lo que también crece la proporción de subsalarios. A mediados de los años 90, alrededor del 25 por ciento de trabajadores en Estados Unidos, Canadá o Reino Unido recibían salarios por debajo del 65 por ciento de la media. En Bélgica o los países escandinavos, del 5 al 8 por ciento. Los marcos respectivos de las relaciones laborales incorporan factores y elementos que contribuyen a una explicación satisfactoria de tamañas diferencias. Así, resulta muy clara la existencia de una correlación entre el debilitamiento de las posiciones de los trabajadores en las negociaciones salariales y el incremento proporcional de los salarios bajos. Obviamente, el desempleo es un factor explicativo de gran relevancia y también lo es la posición social de los que, a pesar de disponer de un empleo, viven en la pobreza. No obstante, en las economías poco dependientes de las importaciones, la liberalización de los intercambios comerciales no ha provocado grandes convulsiones en los salarios de los trabajadores de los sectores productivos de elevado valor añadido, aunque sí que constituye un factor causal de la creciente desigualdad de las rentas salariales. En efecto, la globalización explica, en buena medida, la caída relativa de la demanda de empleo de baja cualificación, con lo que, en los sectores concernidos, las diferencias salariales se han agudizado disminuyendo, de paso, la capacidad negociadora de las organizaciones sindicales; y, claro está, también explica los importantes incrementos de los beneficios empresariales. No hay apenas expectativas de empleo bien remunerado para los trabajadores poco cualificados de los países más avanzados, caídos y atrapados en una trampa histórica de sustitución de empleos y salarios dignos por subempleos y subsalarios. Y, por si fuera poco, tales subempleos, que han de salvaguardar la competitividad de las exportaciones, son doblemente vulnerables, puesto que podrían ser víctimas propiciatorias de las ventajas comparativas (si los subempleados lograran incrementos salariales mínimamente significativos podrían poner en riesgo la ya escasa estabilidad de sus frágiles puestos de trabajo) y, al mismo tiempo, la producción a una cierta escala podría provocar un descenso de los precios, la reducción de los beneficios y, con ello, la presión a la baja de los salarios. Al fin y al cabo, los neoliberales conciben el trabajo asalariado como un recurso de bajo coste que ha de proporcionar la ventaja de partida de los intercambios comerciales, por lo que, con arreglo a la correlación actual de fuerzas entre el capital y el trabajo, se abre un futuro esplendoroso para los salarios recortados. Además, con frecuencia, se asume, acríticamente, que la liberalización del comercio ha supuesto que las economías de bajos salarios se hayan apropiado de los empleos de baja cualificación a cambio de que las economías avanzadas retengan los empleos de más alta cualificación. Pero se trata de una evaluación que no hace justicia a la realidad de los hechos por más que la competencia de los países emergentes sea un factor causal de primer orden para la explicación de la resuelta tendencia a la baja de los salarios en las economías más dependientes de las importaciones, especialmente. Por lo mismo, se ha generalizado la percepción de que los mayores riesgos para el empleo en las economías más desarrolladas vienen de las transferencias de actividades productivas hacia otros centros económicos; en particular, los países asiáticos. Obviamente, hay que contar con la posibilidad abierta de las deslocalizaciones. El coste internacional del trabajo no cualificado, en economía abierta, ha de disminuir necesariamente; de manera que los países desarrollados deberán poner en cuestión, tarde o temprano, el marco general de las retribuciones salariales.
El incremento de la desigualdad es un resultado del incremento de la pobreza. Pero el Banco Mundial no reconoce esta relación. Y, por cierto, en el estudio Globalization, Growth, and Poverty: Building an Inclusive World Economy, de 2002, publicado por esa institución financiera internacional, la pobreza se consideraba un fenómeno cada vez menos preocupante. En ese informe, lo esencial de la cuestión se encuentra en el papel de la globalización, en su capacidad de agravar el problema de la pobreza o de contribuir decisivamente a su solución. Pues bien, en línea con las afirmaciones de los enfoques neoliberales, el argumentario de la institución insiste en que el proceso de la globalización ha mejorado la situación de los países que han adoptado la política económica apropiada (la impuesta por los organismos multilaterales que promueven la gubernamentalidad neoliberal, por supuesto) y, únicamente, los países que han quedado al margen sufren los problemas de las desigualdades crecientes (generalmente asociados a los que provoca la pobreza). A propósito del impacto de la liberalización del comercio, el Banco Mundial concluye que la pobreza y la desigualdad están disminuyendo, aunque, eso sí, solamente en los “New Globalizers”, entre otros, India, Brasil, México y, sobre todo, China; precisamente, los que han llevado a cabo una liberalización más radical de sus políticas económicas. Un botón de muestra: la renta per cápita real en la región del Este asiático ha ido subiendo a un promedio anual del 4 al 6 por ciento desde el decenio de los 70. Pero en los restantes países en vías de desarrollo, la pobreza y la desigualdad no han seguido el mismo comportamiento. Sin embargo, Martin Wolf, el prestigioso analista del Financial Times, aduce que, en el balance global, resulta indiscutible la disminución del porcentaje de personas que viven en la miseria o en formas de pobreza extrema, si bien reconoce, a regañadientes, el carácter poco preciso, e incluso contradictorio, de las mediciones, con lo que la validez de su posición ha de fundamentarse en un acto de fe. Y Jagdish Bhagwati, otro conocido militante del neoliberalismo, a propósito de la constatación de la brecha creciente entre ricos y pobres en el marco global, no deja de subrayar que carece de sentido la comparación de las rentas entre países ricos y pobres, lo que no le impide acogerse a las “evidencias” de la reducción global de la pobreza y la desigualdad. Por más que las investigaciones empíricas muestren que no es así. El Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial parten de la premisa de que la integración global, a través de la liberalización de las inversiones y el comercio, induce a la eficiencia que, a su vez, conduce al crecimiento económico y la reducción de la pobreza y las desigualdades entre los países y a su interior. Por descontado, los neoliberales saben bien que los trabajadores del sector de la exportación de los países en vías de desarrollo perciben salarios mucho más bajos que los de sus colegas occidentales y, frecuentemente, trabajan en condiciones mucho peores. La comparación correcta, no obstante, sugieren, no es entre los salarios de los países desarrollados y los salarios de los países en vías de desarrollo, sino entre los salarios de sus sectores de la exportación y los de otros puestos de trabajo localmente viables. Pero tanto si lo reconocen como si no, lo cierto es que la liberalización del comercio, que complementa la desregulación de los mercados financieros en la agenda de la desregulación global, cumple una función muy relevante para la explicación de los incrementos de la desigualdad y la pobreza.
El problema de las evidencias acerca del impacto de la globalización a estos efectos viene, por un lado, del criterio escogido para su medición (pobreza relativa vs. pobreza absoluta, la comparación entre rentas individuales o familiares independientemente de sus países de residencia o estimaciones del poder de compra y el uso de medidas PPP, etc.); y, por otro lado, de la interpretación de los datos, que es un corolario de la previa conceptualización y las modalidades de verificación. Las diferencias en los resultados de las mediciones de la pobreza responden, pues, a menudo, a los planteamientos de las investigaciones. En cualquier caso, existen algunas dificultades para la medición de la pobreza y la desigualdad. No disponemos de categorías distributivas que garanticen la validez de los resultados. El Banco Mundial hace un uso descaradamente selectivo de las “evidencias” de la disminución de la pobreza y la desigualdad ignorando, frecuentemente, la complejidad de los problemas metodológicos y teórico-sustantivos que implica su investigación. A este respecto, Raphael Kaplinsky ya ha advertido que las estimaciones de pobreza extrema que maneja el Banco Mundial están muy por debajo de la realidad. En términos similares, Robert Hunter Wade no considera, frente a los datos que publica el Banco Mundial, que el número de personas que viven en situación de pobreza extrema (con menos de 1 dólar al día medido en términos de PPP) se haya reducido sustancialmente en los últimos 25 años. Otros abundan en que las “evidencias” de la reducción de la pobreza y las desigualdades están basadas en datos muy cuestionables. Más bien, tanto la pobreza como las desigualdades se agravan. Dado que China figura como el gran factótum de la disminución de la pobreza y la desigualdad globales, la base de la distribución mundial de la riqueza ha mejorado, como no podía ser menos. Ahora bien, en 2004, la renta per cápita de China era del 15 por ciento respecto de la de Estados Unidos (un 20 por ciento de la población china vivía con una renta inferior a 1 dólar diario). Claro que la de algunos países africanos apenas si llegaba al 10 por ciento de la de China. Desde luego, si la economía china quedase fuera de la medición, nos encontraríamos con un importante incremento de la pobreza extrema entre 1981 y 2001.
En realidad, los países ricos continúan manteniendo sus posiciones de ventaja respecto de los pobres, sin perjuicio de que algunos de estos últimos se hayan convertido en grandes potencias exportadoras. El 71 por ciento de la producción industrial global corresponde al 14 por ciento de la población mundial, que reside en países ricos. Aunque la estructura de producción se encuentre en un proceso de profundos ajustes, la desigualdad entre países, en los últimos 30 años, no se ha reducido. De hecho, las desigualdades entre países han aumentado coincidiendo con el incremento del comercio mundial, por más que algunas economías hayan mejorado significativamente mediante estrategias orientadas al provecho de las ventajas comparativas y las oportunidades del mercado global. Y es que la economía global abre oportunidades muy desiguales. En 2001, la contribución a la riqueza mundial de África, Asia y América Latina fue de un 42,5 por ciento. Pero en 1820 había sido del 63 por ciento. Atendiendo al valor real en dólares, los países en vías de desarrollo, según una investigación de Bill Dunn, aportaron, en ese año, 2001, el 22 por ciento de las rentas mundiales. No obstante, a la vista de la reciente mejora de la contribución asiática al PIB mundial, han de advenir cambios de gran alcance. Por el momento, encontramos datos tan reveladores como, por ejemplo, que la riqueza de todos los países de África Subsahariana sea inferior a la de Singapur. Además, aunque las desigualdades entre países muestren algún indicador de moderación, al interior de los países no dejan de incrementarse. Según las conclusiones de un estudio de Richard Falk, en América Latina hubo un claro aumento de la desigualdad, ya, en los años 80 y 90. Al igual que en el Este asiático, el Este de Europa y Asia Central. Solamente África Subsahariana mostraba cierta tendencia hacia una mayor igualdad en los ingresos. Los casos de China e India suelen traerse a colación para explicar la presunta conexión entre la desregulación de los movimientos de capital y los flujos de comercio internacional, por un lado, y, por otro, el descenso de la pobreza y la desigualdad en esos países. Sin duda, el esfuerzo inversor de China ha sido verdaderamente extraordinario. Y ha transitado en la compañía de una implacable enajenación, sin precedentes históricos, de las plusvalías del trabajo. Y las presiones de los asalariados y las esporádicas luchas obreras han sido muchísimo más tímidas que las mantenidas durante el periodo fordista en las economías más avanzadas. En los años de gran crecimiento de las economías de Japón y los “tigres asiáticos” nunca se dieron salarios tan bajos. Además, la acumulación en China se ha desarrollado en un espacio geográfico muy concentrado, lo que implica que muchos activos se estén quedando a las puertas del crecimiento económico. A pesar de tal circunstancia, el consumo del mercado doméstico chino no ha dejado de crecer, si bien de manera desigual. Ciertamente, ese mercado ha cohabitado con la necesidad de mantener los salarios bajos en el sector de la exportación. En cualquier caso, como señala Dunn, aunque las reformas desencajaran los elementos de las comunas de otros tiempos, basadas en un sistema de Welfare, los estándares de vida de la población han cambiado. Gran parte de la población china ha mejorado sus rentas de forma inimaginable hasta hace pocos años. Por ejemplo, la esperanza de vida aumentó de los 63,2 años a 71,5 años entre los primeros años 70 y el 2000. El número de pobres se ha reducido drásticamente en China, y bastante menos en India. Pero, al mismo tiempo, se ha producido un rápido incremento de la desigualdad social en ambos países. Lo cierto, en el caso de China, es que, de 1985 a 1995, la desigualdad de las rentas entre las zonas rurales y urbanas se agravó y, en nuestros días, constituye, ese comportamiento, todavía, una tendencia fuerte. Por otro lado, los efectos benéficos de la liberalización del comercio no se han hecho muy visibles en el caso de India, que se muestra relativamente renuente a la integración global. A este respecto, varios informes del Fondo Monetario Internacional insisten en la necesidad de impulso de la liberalización del comercio de India. Y lo mismo sucede con los movimientos, manifiestamente mejorables, a juicio del Fondo Monetario Internacional, de los flujos de capital y, en general, de la intensidad de la desregulación de la economía hindú.
Con toda certeza, la ofensiva china endurece las condiciones de competitividad del mercado global. La carrera por el ajuste de los costes, al menos en las zonas más sensibles a las ventajas comparativas, no ha terminado todavía y está produciendo estragos, sobre todo, en los mercados laborales de la región. Ahora bien, las expectativas de las economías mejor dirigidas se fundamentan en la previsión de que las ventajas competitivas en virtud de los bajos salarios no pueden tener un largo recorrido. Los productores potencialmente menos competitivos han de bajar los costes mediante recortes salariales o incrementos en la productividad, pero este proceso tiene sus limitaciones. Con el concurso de las tecnologías que acompañan a las transnacionales, la productividad de muchas economías emergentes se hace comparable a la de los países más desarrollados. La peor posición de partida en la carrera de la competitividad corresponde a los que únicamente confían en el descenso de los salarios para el logro de mejoras competitivas. Finalmente, suelen resultar laminados por los competidores que invierten decididamente en nuevas tecnologías. La inversión exterior es la gran fuerza motriz para una economía; el elemento dinámico, por excelencia, en la expansión de la demanda agregada. Y, con mayor razón, cuando los intercambios se desarrollan a una escala global. De manera que la atracción de capital exterior constituye la condición sine qua non para el desarrollo. Tanto más si el escenario económico se encuentra escaso de infraestructuras, tecnología y recursos humanos. En tales circunstancias, el trabajo barato y resignado puede ser un factor eficiente de atracción de capitales. A su vez, el comercio global desregulado diseña el contexto en el que discurre la creciente rivalidad en la disminución de los costes laborales. Por lo demás, hay que recordar que la nueva disposición de los mercados no reparó en los distintos niveles de protección social que, como recuerdan continuamente los neoliberales, configuran, en las economías europeas, un obstáculo para la competitividad global, a causa de su impacto en los precios finales de los productos, por lo que, en las actuales condiciones de mercado, provocan pérdidas de puestos de trabajo y disminuciones relativas de las retribuciones salariales. La conexión entre la rápida liberalización del comercio y el incremento de las desigualdades es muy visible, tanto en las economías más avanzadas como en las economías en vías de desarrollo.
Para inducir con rapidez al ajuste estructural y el desplazamiento del empleo entre países industrializados, la liberalización del comercio suele traer consigo la caída de los salarios reales y, por esta vía, verdaderos estropicios para las condiciones laborales y el bienestar de los hogares. Hasta el momento, la liberalización del comercio global ha contribuido, decisivamente, al incremento del desempleo y la gran expansión de los “working poors” en los países más desarrollados. Y la pobreza afecta más intensamente a las poblaciones de los países más liberalizados que a las de los países que gozan de mayor protección social. Así, las tasas de pobreza en los países escandinavos eran, antes de la gran crisis, dos veces menores que las de Canadá y Reino Unido y tres veces menores que las de Estados Unidos. Los países con mayores desigualdades entre ricos y pobres, en 2011, eran México, Chile, Turquía y Estados Unidos, mientras que los más igualitarios eran Dinamarca, Eslovenia, Finlandia y la República Checa. Entre los años centrales del decenio de los 80 y el año 2000, los mayores incrementos de la pobreza, en los países de la OCDE, se dieron en Reino Unido y Nueva Zelanda. En Estados Unidos, en 2000, se estimaba que alrededor del 20 por ciento de niños vivían en la pobreza; en Italia, Irlanda, Nueva Zelanda y Reino Unido, el 16 por ciento; en los países escandinavos, en torno al 3 por ciento. En parte, esta distinta presencia de la pobreza entre países de renta similar puede explicarse por la aplicación de transferencias para la compensación, entre otras calamidades del mercado laboral, de la market poverty, muy generosas en el Norte de Europa (que permiten el alivio de las tres cuartas partes de los afectados) y muy reducida en otros países, como, por ejemplo, Estados Unidos (que apenas si llega a la cuarta parte). Los recortes en los gastos de protección social se muestran coligados a los incrementos de las desigualdades. Los países escandinavos están entre los más igualitarios. Disponen de sistemas de protección social, generosas prestaciones y subsidios, y servicios sociales de calidad que se combinan con bajas tasas de dispersión de salarios y una menor capacidad de influencia, en las administraciones públicas, de los efectos del “crony capitalism”. Con lo que las probabilidades de movilidad social ascendente no se han visto muy afectadas. En cualquier caso, el Welfare State, en la Unión Europea, al menos, no padece una enfermedad terminal, a pesar de las múltiples agresiones de que es objeto. Pero allí donde ha sufrido una pérdida acusada de salud, su horizonte de viabilidad se muestra ciertamente problemático. Es lo que ha sucedido en los países que más decididamente han emprendido el camino trazado por el neoliberalismo. De modo que, por el momento, la vía fiscal permite una cierta redistribución de la riqueza. No obstante, conviene prestar atención a lo que designa la denominada “paradoja de la redistribución”: la lucha contra la pobreza y la desigualdad por medio de las transferencias públicas se hace cada día menos eficiente. Y es que la clase media superviviente no parece mostrar gran entusiasmo a la hora de prestar su contribución financiera a las formas de protección que no aproveche directamente o que puedan resultar ciertamente escasas, habrá que reconocer, si se refuerza la ofensiva derechista contra el Welfare State. La desregulación del comercio y los flujos financieros de los últimos 40 años no han conseguido más que poner obstáculos a los esfuerzos para la mejora de los modos de vida de los sectores sociales más empobrecidos, incluso los de las economías mejor integradas. La movilidad del capital en un entorno relativamente desregulado se ha convertido en factor causal de especial relevancia para la explicación del incremento de las desigualdades, tanto entre países como al interior de cada uno de ellos. Asimismo, sin la facilidad acreditada de los movimientos del capital no podría explicarse la ralentización del ritmo de la lucha contra la pobreza.
En fin, en casi todos los países de la OCDE, el riesgo de pobreza extrema es mucho más pronunciado que hace 40 años. Y en nuestros días, a causa de la Gran Recesión, en la Unión Europea, millones de personas han cruzado el umbral de la pobreza. Por su lado, las políticas de consolidación presupuestaria han traído un fuerte impulso de la tendencia de medio plazo a la agudización de la pobreza y la desigualdad. Los trabajadores menos cualificados y los jóvenes han sido los más afectados por el desastre del mercado del empleo. A mediados de 2013, los países de la OCDE contaban con 17 millones de parados de larga duración (el doble que cinco años antes). Para los jóvenes, el paro y los bajos salarios al principio de la vida activa comprometen el recorrido profesional a largo plazo, las expectativas de ingresos y, por tanto, ensombrecen sus oportunidades y proyectos de vida. El número de jóvenes que no están empleados, ni escolarizados ni en formación profesional resulta verdaderamente escandaloso. Es muy significativo que el grupo de edad de los jóvenes haya reemplazado al de los mayores en su exposición al riesgo de pobreza monetaria (esto es, a verse obligados a sobrevivir con menos del 50 por ciento de la renta media de su país). O que las mejoras de la tasa de fecundidad de algunos países se hayan visto frenadas taxativamente. Y no es que, frente a esta situación, los gobiernos europeos carecieran de margen de maniobra, tal y como revela el aumento del gasto en protección social (con las clamorosas excepciones de los que optaron por los recortes en los pilares fundamentales del Welfare), que pasó del 19 por ciento del PIB, en 2007, al 22 por ciento, en 2009-2010, y continuó subiendo a pesar de la orientación radical de la política económica. En la zona euro, los países excedentarios, a pesar de su posición de ventaja (así, el excedente corriente alemán, en 2013, alcanzó el 7,5 por ciento del PIB) han impuesto las políticas restrictivas que condenan a la pobreza a buena parte de la población europea. Esos países (o mejor, sus élites políticas y económicas) se han empecinado en el más contundente rechazo al estímulo de su demanda interna, con lo que la totalidad del peso del ajuste ha recaído en los países deficitarios. Dado el apático comportamiento de la productividad, la devaluación interna por presión persistente sobre los costes salariales y por la bajada directa de los salarios se ha convertido en la estrategia más a mano para la recuperación, a costa de los desfavorecidos de siempre y algunos otros más, con el empobrecimiento fulgurante de amplias capas de la población, la exclusión social y tantos otros problemas de extraordinaria gravedad. Con todo, en 2014, los beneficios empresariales volvieron a enderezarse. Para las empresas de los países de la OCDE, alcanzaron un promedio, en ese año (después de impuestos, intereses y dividendos), del 11,5 por ciento del PIB (en 2009, algo más del 9 por ciento; antes de la crisis, el 10,5 por ciento). De manera que los salarios también deberían recuperarse. Pero no es el caso. Y los beneficios empresariales no parecen dirigirse, precisamente, a la materialización de inversiones en I+D o a la renovación de los procesos productivos sino, más bien, a la financiación de compras o recompras de acciones o para la acumulación de reservas de cash. En estas circunstancias, ya que no se produce la reinversión de los beneficios empresariales, el aumento de los salarios podría suavizar la tendencia creciente a la reproducción de los desequilibrios en la distribución de la riqueza. Siempre que los restantes elementos y factores del conjunto de la economía global y las nuevas formas de la gobernabilidad permitieran tal acontecimiento, claro. Pero la gestión de la crisis, en realidad, ha supuesto el más importante refuerzo para la gubernamentalidad neoliberal desde sus primeras manifestaciones de los años 70. No solamente habrá que tomar en cuenta que la producción económica se encuentra, todavía, lejos de su nivel anterior a la crisis, sino también que la degradación del empleo y los salarios sigue haciendo camino. En los Estados más duramente afectados por la crisis, las condiciones laborales continúan empeorando, a pesar de la estabilización aparente de los mercados. Algunas economías europeas (especialmente, a estos efectos, la española), vienen mostrando indicadores de una recuperación aparente protagonizada por grandes y crecientes diferencias entre las rentas del capital y el trabajo. De nuevo, se abre, ahora, otro ciclo presidido por la acumulación y la brutalidad de las relaciones laborales para grandes segmentos de la fuerza de trabajo. Más pobreza y más desigualdad.