Entre los límites analíticos de la soberanía westfaliana. La soberanía, lo político, el poder de excepción y la zona de indiferencia (II)

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La idea de soberanía implica, para la comunidad política propia, la existencia de una autoridad absoluta y finalista, la certeza de su condición de única y de su estatus de fuente unitaria de poder de la que fluyen todas las formas válidas de gobierno. Desde la misma aparición del Estado moderno, en los siglos XVI y XVII, la idea creció como la proposición política por excelencia. Los dos grandes teóricos de la nueva gran proposición, Jean Bodin y Thomas Hobbes serían, también, los pensadores de referencia del Estado moderno. A este respecto, en el proceso de formación de un pensamiento del Estado, Quentin Skinner ha subrayado la importancia de la teoría absolutista (es la denominación que escoge) en sus dos vertientes, a saber, las que conformaron los discursos jurídico y político que se desarrollaron, en Inglaterra, en los primeros años del siglo XVII. Uno surgió entre las discusiones escolásticas sobre la suprema potestas que protagonizaron Vitoria, Suárez y Bellarmine. El otro, más influyente, fue desarrollándose como elemento de la doctrina del derecho divino de los monarcas. Su principal manifestación, el Patriarcha de Robert Filmer, estigmatizaba por herejía la creencia en la libertad natural de los hombres. Por su parte, la doctrina romana de imperium ya había recogido el propósito de un poder soberano, sobre los territorios del imperio, concentrado en unas solas manos, las del emperador, investido de una incontrovertible supremacía frente a cualquier otro poder. La escasa distancia entre los conceptos de imperium y soberanía se hizo más estrecha cuando el concepto de imperium quedó coligado a la doctrina legal del princeps legibus solutus, del emperador libre de ataduras legales, no sujeto a normas. Pero, a pesar de su difusión durante el periodo postclásico, el concepto de imperium y la doctrina de legibus solutus difícilmente podían encajar en una estructura, la feudal, cargada de constricciones religiosas y eclesiásticas a cuenta del poder. De modo que la idea de soberanía quedó impregnada de la doctrina eclesiológica de la plenitudo potestatis del Papa.

En la Edad Media, la idea se mantuvo en la ambigüedad, en correspondencia con las múltiples y solapadas jurisdicciones típicas de la Europa medieval. Con la madurez de las discusiones escolásticas de la potestas, los tratados franceses acerca de los pilares de la idea misma y los italianos de la razón de Estado, sostiene Skinner, fue consolidándose el nuevo principio de soberanía en su significado de tipo específico de unión o asociación civil, de comunidad sujeta a una autoridad única o a un grupo social dominante. Sin perjuicio de otras proposiciones políticas tales como nación o cuerpo político, por ejemplo. La emergencia del Estado moderno, sobre todo, en Francia y Gran Bretaña, hizo urgente la imaginación de razones, argumentos y mecanismos de legitimación del poder de reyes y príncipes, de la contundente afirmación de la centralización del poder y la autoridad sobre numerosas entidades y comunidades que mantenían grados de autonomía jurisdiccional en sus territorios.

El principio de soberanía surgió, pues, con el Estado moderno y las peculiaridades del ejercicio del poder en ese periodo histórico. El Tratado de Westfalia (1648) ligó el principio de soberanía a la forma Estado-nación y al estatus de titular del poder exclusivo en un territorio determinado, con lo que construyó un enunciado empírico de soberanía que acabaría por convertirse en una proposición política sustantiva de la que podrían inferirse otros teoremas y principios. Todavía hoy, la soberanía y las fronteras territoriales constituyen los dos grandes fundamentos de legitimación de la forma Estado-nación. Un Estado soberano es, principalmente, una institución territorial, porque el ejercicio de su autoridad exclusiva queda delimitada al perímetro geográfico de su propio territorio. En este contexto, la autoridad absoluta también significa que el poder soberano es indivisible y que no puede haber grados: se es soberano o no se es. El soberano detenta la suprema fuente de autoridad y poder en una unidad política. Un (el) poder soberano es independiente de cualquier otro poder. Sin duda, el soberano constituye una totalidad. Y, a este respecto, la noción westfaliana de soberanía encontró una especial forma de operatividad, mostrándose como una categoría de individualización que dotaba al Estado de una esencial autoidentidad, y funcionaba a la manera de una agencia de territorialización. Para mayor abundamiento, la diferenciación entre el interior y el exterior quedó muy reforzada cuando recibió un surplus de fetichismo. Este rasgo ficticio de la soberanía siempre fue muy conveniente para el soberano, por lo que no debe extrañar que se instalara en el sistema internacional de los Estados, con tanto éxito, el comportamiento de la “hipocresía organizada”, según el concepto acuñado por Stephen Krasner para señalar la sistemática violación de los fundamentos de legitimación del principio, sobre todo, en el tipo de soberanía westfaliana que, en los últimos años, no ha podido soslayar los efectos de las múltiples transformaciones que ha soportado la forma Estado-nación.

Ciertamente, la consideración del principio de soberanía como una ficción desgastada, tal y como advirtió R.G. Collingwood, implica el desconocimiento del problema central de la política. Sin embargo, en nuestros días, algunas corrientes teóricas (la escuela analítica de la teoría institucional, por todas) sostienen la inexistencia de la soberanía como algo más que un constructo sin pulso propio; más bien, su estatus no excedería del de mero tópico del discurso jurídico. Para unos, se trata de un concepto propiamente jurídico y únicamente jurídico. Para otros, la idea de soberanía corresponde al ámbito de la política aunque se sitúe a su exterior. A medio camino entre unas y otras comprensiones de la soberanía, Martti Koskenniemi limita el marco analítico para la soberanía entre una perspectiva jurídica (1) y un enfoque meramente empírico (2). (1) La perspectiva jurídica trata de alojar al concepto de soberanía a la sombra del derecho internacional y su cometido de regulador de la subjetividad política de los Estados. La idea de soberanía queda inscrita en el mapa de distribución de los derechos y obligaciones de los Estados, a modo, incluso, de una transferencia de corte similar a la que reciben las entidades subestatales por parte de los mismos Estados. (2) La segunda perspectiva concibe la soberanía como un medio (exterior al derecho internacional) para las prácticas políticas de los Estados, en virtud de su inherente y prejurídica libertad de acción. En cualquier caso, cree Jüri Lipping que la clásica estructura analítica que coliga al Estado y la soberanía ya no sirve para explicar las oleadas de nuevos hechos y fenómenos que atañen a ambas proposiciones.

A pesar de su menguante relevancia, por el momento, destacan algunas nuevas explicaciones del principio con arreglo a los espacios superpuestos e interdependientes del constitucionalismo contemporáneo. Así, como muestra, las que despojan a la noción prevalente de soberanía, pasada, ya, por el tamiz empírico, de la carga semántica de “principio absoluto”, con lo que la idea fundamental alcanza a la legitimación de la autoridad de un pueblo multicultural o de una asociación de pueblos dispuestos para el autogobierno en virtud del establecimiento de sus propias leyes, y libres de cualquier sujeción externa. Los Estados y las naciones, en nuestros días, pueden ser considerados soberanos solamente cuando se evidencie la condición implícita en el ejercicio del poder político de que los maior singulis, los más importantes entre los miembros individuales del cuerpo político son, al tiempo, minor universis respecto de la universitas del pueblo. Por supuesto, tampoco hay acuerdo acerca de la naturaleza, jurídica o política, de la autoridad invocada en el nombre de la soberanía. Sometido al acontecimiento del declive anunciado que trae el proceso de la globalización, el principio de soberanía ni siquiera encuentra refugio seguro en el derecho internacional, ni en el campo teórico ni en el aplicado. Hasta hace pocos años, las explicaciones analíticas del significado de soberanía, en los términos propios del derecho positivo, prevalecieron sobre las metafísicas, orientadas a la identificación de la esencia de la soberanía en tanto se hacía presente la premisa de que aun formando parte del campo de la política, la soberanía era propiamente, y solamente podía ser, un concepto jurídico. Pero en un contexto de prestigio creciente de una cultura jurídica asentada en axiomas individualistas, tal y como ha observado Denis Baranger, la soberanía no puede tomarse únicamente como un concepto jurídico sino que ha de ser tratada, también, como un fenómeno político.

La limitada funcionalidad del principio constituye un serio problema para la gobernanza global. Y es que, para la determinación de los mecanismos de distribución del poder global cuentan, cada día más, factores tales como las formas de coordinación de los intereses locales y regionales, la asimetría de las relaciones internacionales o las formas de resistencia global, entre otros muchos. El desarrollo de los procesos de integración ha contribuido decisivamente a la crisis de la soberanía. Su renuncia, o la cesión de algunas parcelas de poder, se hace especialmente visible, por ejemplo, en los países europeos de la zona euro, y, por otras razones, en muchos países en vías de desarrollo que se han visto obligados a la aplicación de los programas de ajuste estructural dictados por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o alguna otra institución multilateral.

Con todo, todavía suelen tratarse las nociones de soberanía y Estado como si fueran complementarias. No es, por eso, sorprendente que, en los debates actuales a estos efectos, abunden las posiciones antitéticas a las que perciben una evidente erosión de la autoridad y el poder de la forma Estado-nación. Lipping sugiere, a la vista de tal dependencia analítica, la recuperación crítica del sentido de la idea de soberanía por la vía de la revisión de la explicación típica de la formación del Estado moderno. Por su parte, a propósito de las condiciones epistémicas de esa tentativa, Skinner no participa del empeño de nuestro tiempo en pensar el Estado, por más que se reconozca su carácter contingente, a modo de una proposición según la orientación establecida por Max Weber, como apenas nada más que una estructura de poder, tal y como revela el recurrente argumento del rasgo constitutivo de la identidad estatal en el monopolio del uso legítimo de la fuerza física. En suma, el principio de soberanía no puede ser tratado como una categoría (ni siquiera, como una propiedad) susceptible de análisis en abstracto sino, mejor, en relación con determinados contextos discursivos, por un lado, y, por otro, ha de ser observado en situación, según las prescripciones exigibles a cualquier tentativa de explicación empírica.

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