A finales del decenio de los 80, Stephen Krasner dividió la idea de soberanía en cuatro expresiones: 1) Soberanía legal internacional, a la que corresponden las prácticas relacionadas con el reconocimiento mutuo entre entidades territoriales con independencia jurídica formal. El reconocimiento concierne a los Estados con territorio propio y autonomía jurídica formal, sin perjuicio de otros criterios que posibiliten el reconocimiento de gobiernos específicos mejor que a Estados. La soberanía legal internacional permite a los Estados la formalización de acuerdos. 2) Soberanía westfaliana, fundamentada en los principios de territorialidad y exclusión de los actores externos a la estructura doméstica. 3) Soberanía doméstica, que incumbe a la organización formal de la autoridad política al interior de los Estados y el control efectivo de los asuntos internos. Y 4) Soberanía de interdependencia, que atañe a la capacidad estatal de regulación de los flujos transfronterizos de cualquier naturaleza.
La soberanía de interdependencia no está ligada a la legal internacional ni a la westfaliana. Un Estado puede mantener su soberanía legal internacional y carecer de soberanía de interdependencia. Asimismo, un Estado puede carecer de soberanía de interdependencia sin que carezca de soberanía westfaliana. Ahora bien, advierte Krasner que la pérdida de soberanía de interdependencia podría empujar a su soberanía westfaliana a una situación problemática. Por ejemplo, en el supuesto de las TIC, que pueden provocar grietas en la soberanía de interdependencia. No obstante, los Estados pueden ejercer su soberanía legal internacional estableciendo convenios o acuerdos con otros Estados. La pérdida de soberanía de interdependencia ha de afectar necesariamente a la soberanía doméstica siempre que esta última se entienda, únicamente, como capacidad de control efectivo de los asuntos internos. En este supuesto, la pérdida de la soberanía de interdependencia sí que socavaría la soberanía doméstica. Con todo, la soberanía legal internacional no presupone la garantía de soberanía doméstica ni de soberanía de interdependencia, aunque sí que es una condición necesaria para la cesión voluntaria de parcelas de soberanía westfaliana. La manifestación más tangible de la soberanía de un Estado-nación es su integridad territorial, es decir, su jurisdicción exclusiva sobre una unidad territorial. La integridad territorial es un elemento profundamente enraizado en la génesis del Estado-nación. Con el control territorial, el Estado-nación afirma dos clases de soberanía: la westfaliana y la doméstica. Las fronteras delimitan el poder de los Estados y trazan líneas de separación entre jurisdicciones. Por un lado, el límite fronterizo acredita la consolidación territorial. Por otro, muestra el poder de los Estados-nación al interior de sus territorios. La integridad territorial no queda asegurada merced a la soberanía legal internacional. De hecho, la conquista de un Estado suele implicar la extinción de la soberanía. La autoridad doméstica puede ser agredida por la vía de la coerción o por la vía de la intervención. Ninguna de las dos vías resulta compatible con la soberanía legal internacional ni con la soberanía westfaliana; ahora bien, si la intervención se produce por invitación de los gobernantes, la soberanía legal internacional no resulta vulnerada. En cambio, la soberanía westfaliana, sí. La soberanía doméstica no está necesariamente adscrita a la soberanía legal internacional o a la westfaliana, pues un Estado puede mantener su reconocimiento internacional incluso aunque manifieste una escasa capacidad de control interior.
Pues bien. En El concepto de lo político, Carl Schmitt intentó reexaminar las relaciones conceptuales entre el Estado y la política argumentando contra la extendida práctica de definir lo político por referencia al Estado. Schmitt comenzaba admitiendo la ecuación entre el Estado y lo político pero, eso sí, mientras el Estado mantuviese su condición de titular de un monopolio sobre la acción política. Con todo, la gran época del ius publicum europeo (fundamentada en la independencia y soberanía de los Estados-nación territorialmente integrados) había llegado a su fin. Nuevos protagonistas y nuevos sujetos de lo político habían emergido, desplazando la antítesis amigo-enemigo desde las fronteras exteriores de las unidades políticas hasta la esfera interna del mismo cuerpo político. Ese periodo transformador provocó la dislocación de los antiguos teoremas del pensamiento político y logró arrebatar al Estado su monopolio de lo político. De ahí la famosa sentencia de Schmitt: el concepto de Estado presupone el concepto de lo político.
Es de sobra conocida la fórmula de la soberanía de Jean Bodin. Como poder absoluto e indivisible, la soberanía alteró, explícitamente, muchas de las proposiciones de la teoría política aristotélica. Por ejemplo, las atingentes a las formas interna y externa de gobierno. La dimensión interna del poder soberano atiende a la determinación de la titularidad del gobierno y su modo de ejercicio, y refiere el ámbito de poder sobre una sociedad política de iure y de facto. La dimensión externa supone un derecho exclusivo al ejercicio del poder supremo según los límites geográficos fijados sin interferencias de otros poderes. Es una atribución que los cuerpos políticos poseen en relación a otros cuerpos políticos. Hay teorías de la soberanía externa que adoptan un enfoque instrumental, como la de Hobbes, y las hay de orden expresivo, que entienden la soberanía externa como la misma materialización de un orden político y social, como la de Rousseau. El concepto moderno de soberanía surgió como reacción a los excesos absolutistas. Así, Locke, contra Robert Filmer y, en buena medida, contra Hobbes, insistió en que la soberanía pertenecía al pueblo, que podía delegar su autoridad y poder solamente de forma condicionada, excluyendo a las formas de legitimación de la sumisión a un poder ilegítimo. La libertad de los hombres definía su condición natural, y nadie debía someterse a una voluntad arbitraria. Rousseau entendió que la soberanía no podía corresponder a una autoridad externa al conjunto de los ciudadanos, que se reservaban la capacidad de renuncia a sus derechos naturales y adoptaban libremente el compromiso de cumplir las leyes. La cuestión esencial era el respeto a la voluntad general de la comunidad. El fundamento de la libertad residía, única y exclusivamente, en el orden comunitario, que exigía que la libertad moral de cada miembro de la comunidad correspondiese a la igual libertad moral de los demás miembros. Bajo la protección de la ley y los magistrados. Una declaración explícita, pues, de soberanía popular. No puede negarse la soberanía manteniendo al tiempo la sociedad política. La posición de Rousseau (y, también, la de Althussius) era precisa y clara: es la soberanía del pueblo la que vitaliza el cuerpo político. En efecto, si le son arrebatados al pueblo sus derechos inalienables se obtiene, por el mismo precio, la disolución del Estado. La persona del pueblo se constituye en virtud de unos “derechos de majestad” inherentes, de modo que son tales derechos los que elevan a la “multitud” (en el sentido de Hobbes; no en el supuestamente spinozista de sujeto de la democracia absoluta) a la condición de sociedad o república. El secuestro del ejercicio del poder soberano del pueblo equivale a la destrucción del Estado. Esta idea de Althussius anticipaba, siglo y medio, la de Rousseau: la pérdida de soberanía conduce a la degradación del pueblo, a su transformación en una “multitud”, esto es, en una agregación de “hombres dispersos” inevitablemente sometida a una voluntad extraña de poder, a un dueño y señor de la “multitud”, lo que, ciertamente, traslada al pueblo degradado a la tiranía y la anarquía, el “nombre común” de lo que aparece cuando se disuelve el Estado. Ni siquiera un pueblo que consintiera el despojo de su soberanía legitimaría, con su consenso, tal estatus de alienación. Además de absurda (nadie actúa contra sí mismo) esa enajenación resultaría catastrófica para el mismo estatus de pueblo, convertido ya, sin remedio, en un cúmulo de agregados. Los hombres sometidos a una autoridad ajena a ellos mismos no podrían conformar un pueblo sino, más bien su propia negación.
La concepción actual de la soberanía (soberanía de responsabilidad) no es la de Schmitt, por supuesto. De hecho, se ha producido una inversión: no es el soberano el que decide la normalidad o la excepción sino, mejor, la seguridad y el bienestar de la ciudadanía señalan los límites del poder soberano. Ahora bien, haciendo uso de la lógica schmittiana (tan paradójicamente apreciada por los tecnócratas y tan justificadamente querida para los políticos ultraderechistas de las instituciones europeas), habrá que aceptar como un hecho ineluctable la emergencia de nuevos protagonistas de lo político, de la usurpación del monopolio estatal de la soberanía, del desplazamiento de la antítesis amigo-enemigo desde las fronteras exteriores de las unidades políticas hasta la esfera interna del mismo cuerpo político. Esta transformación confirma la quiebra, por cierto, de muchos de los teoremas del pensamiento político de la democracia, sometida a un implacable proceso de deslegitimación. A este respecto, Todorov ya advirtió acerca de la presencia de dos planos de la realidad social. Uno sería el de las «macrodecisiones» políticas o económicas -un plano nacional e internacional- que deben ser tomadas en el marco de las formas de representación. El otro sería el de las «microdecisiones», en el que la libertad de participación activa resulta indispensable.
Desde luego, la nueva morfología del principio de soberanía no requiere de un centro y una periferia, ni de un interior y un exterior. Pero la soberanía es uno de los nombres de la política. Y no puede separarse de lo político. La asfixia del pueblo griego, de los efectos de una acción de poder soberano orientada a la reformulación de la política en la forma de biopolítica, expresiva de la preeminencia de la producción de órdenes, mecanismos y dispositivos de control y dominación, nos conduce a la idea del umbral o la zona de indiferencia, que constituye la paradoja de la soberanía en la concepción de Giorgio Agamben. Con el objetivo de la construcción de un marco teórico potente para el principio de soberanía, recurriendo a conceptos e ideas de mediación al igual que otros han pensado para la teorización de lo político (así, el desacuerdo de Jacques Rancière o el distanciamiento de Ernesto Laclau, entre los más conocidos), Jens Bartelson propone una crítica de la soberanía, dado que carece de esencia, como “una práctica discursiva” abierta a la comprensión mediante el recurso del párergon, de acuerdo a la intempestiva creación kantiana repensada por Derrida, esto es, como una mirada expectante de la extraña relación entre el interior y el exterior de la totalidad que constituye el poder soberano. En el acontecimiento griego se hace patente la política de la cámara oscura, de excepción, que se vale del poder político para el cuidado de un interés financiero. Una acción correspondiente a la actividad que define la concepción pascaliana de tiranía. La democracia es mucho más que una estructura de legitimación del poder soberano. La soberanía se funde a negro en el modo a prueba de fallos. Sin el equilibrio de la representación y la participación no hay más que una caricatura de la democracia. Excepto, claro, cuando la política se concibe como un juego de suma cero.