La integración global del trabajo y las clases transnacionales

Con un enfoque empírico, este artículo tratará la relación entre la integración global del trabajo y la dialéctica nacional-transnacional en las clases de tendencia globalista.

 

Los ganadores y los perdedores de la globalización van conformando una estructura social (de capas, categorías y fracciones de clase) cada día más polarizada. La nueva forma global de la distribución de las rentas y la riqueza es el resultado de varias tendencias convergentes; entre ellas, de la gran presión que el desempleo ejerce sobre la fuerza de trabajo, de la desregulación de las relaciones laborales y la liberalización de las transacciones comerciales, y de la plena capacidad de circulación de los capitales. Desde luego, la viabilidad de la eficiencia de estos fenómenos requiere el concurso del control de los sistemas de dispositivos específicos para las prácticas políticas, jurídicas y sociales que conforman sus mecanismos de reproducción y legitimación. Así, Gérard Duménil y Dominique Lévy han recurrido a una idea de hegemonía que se aparta de la original gramsciana y enfatiza un aspecto común entre la clase y los mecanismos internacionales de distribución del poder. En ese sentido, los procesos de dominación que atañen a las clases (y los Estados-nación) movilizan a fuerzas distintas y en varios niveles. Según Duménil y Lévy, el poder creciente de las clases capitalistas transnacionales no puede disociarse del desarrollo del management financiero, de manera que los managers de las grandes corporaciones (sobre todo, financieras) ya constituyen un grupo social en la forma de una clase transnacional de expertos que, con las clases capitalistas transnacionales y las clases trabajadoras nacionales y migrantes, se ha convertido en una gran estructura de poder global. William Robinson, por su lado, considera que la globalización ha incrementado el poder relativo del capital global sobre el trabajo global, actuando como una fuerza centrípeta para las clases capitalistas y una fuerza centrífuga para las clases trabajadoras. De acuerdo con Robinson, las élites globales son fracciones del bloque globalista (un concepto inspirado en el gramsciano de bloque histórico, que designa la coalición hegemónica de fuerzas sociales y que, a su vez, respalda y alimenta la expansión global del capital), formado por los miembros más preeminentes de las clases capitalistas transnacionales, los grandes propietarios y managers de las corporaciones transnacionales, y los altos funcionarios de las agencias de regulación y facilitación de los procesos de acumulación (el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, entre las más conocidas). El bloque incluye también a los  líderes de los partidos políticos con opciones de gobierno, los censores y fabricantes de opinión de los conglomerados mediáticos,  las élites tecnocráticas,  los altos cargos de las principales administraciones públicas, y algunos intelectuales orgánicos; incluso,  ciertas figuras carismáticas del mundo del espectáculo, que proporcionan funcionalidad para la acción y justificación para su ideario, también forman parte del bloque globalista. Todos ellos comparten el mismo entusiasmo por los rasgos privativos del neoliberalismo, y se desenvuelven entre las instituciones políticas con el estilo propio de una poliarquía que compitiera en los términos de la racionalidad del mercado.

 

Los estudios empíricos a propósito de la emergencia de una clase capitalista transnacional o una élite global todavía discurren a la búsqueda de evidencias de una relación causal entre el avance del proceso de la globalización y el fortalecimiento de la tendencia transnacional de tales formaciones sociales. La importancia de la movilidad transnacional de las élites económicas puede verificarse empíricamente recurriendo a la medición del número de extranjeros en los órganos de dirección de las grandes corporaciones y la de las experiencias en el extranjero de los directivos que trabajan en sus propios países. A este respecto, ya son muchas las investigaciones acerca de la composición por nacionalidades de los consejos de administración de las grandes corporaciones  o el creciente número de managers “expatriados”.  Con estas u otras observaciones del mismo tipo,  suele darse por verificada la existencia de una clase capitalista transnacional o una élite global más allá de la soberanía de los Estados-nación. Entre las investigaciones más conocidas, destaca la de William Carrol (que realizó de 1996 a 2006) acerca de las relaciones entre los miembros de los consejos de administración de las 500 empresas más grandes del mundo, y que le llevó a la conclusión de la emergencia, si bien problemática, de una  “élite empresarial global”. Según Carrol, en ese periodo, la red transnacional de grandes dirigentes se habría reforzado mediante la formación de una red integrada por directivos transnacionales (si bien, no una red del todo global sino, básicamente, “del Atlántico Norte”). Por lo demás, en vez de afirmar, de modo concluyente, la existencia de una clase capitalista transnacional o una élite global, a la manera de otros analistas, Carrol quiso señalar los aspectos dudosos de su propia hipótesis, es decir,  la presencia de variables intervinientes que pudieran justificar hipótesis alternativas; así, la persistencia de vínculos nacionales e, incluso, regionales, que Carrol consideraba habitualmente subestimados por los discursos que  explicaban la emergencia de élites económicas sin apegos nacionales, a las que se tomaba por instaladas, ya, en un escenario transnacional. De acuerdo con las conclusiones de esa investigación, las redes nacionales constituyen, todavía, la espina dorsal de la “élite empresarial global”. La emergencia de una situación de clase transnacional y la formación del habitus de clase transnacional tendrían que cubrir un proceso por el que los miembros de tal clase deberían compartir experiencias (propias de su clase y en proporciones significativamente más importantes que los miembros de las otras clases). Una condición, pues, difícilmente viable sin una fuerte movilidad transterritorial. Michael Hartmann obtuvo resultados empíricos relativos a esos grandes indicadores y concluyó que las bases de la élite “supranacional” seguían siendo nacionales. No existe nada semejante, según  Hartmann, a una élite global o una clase capitalista transnacional. El marco de la socialización y profesionalización de las clases dominantes sigue siendo propiamente nacional. Ahora bien, algunos análisis más detallados de las relaciones entre los miembros de los consejos de administración de las grandes corporaciones transnacionales subrayan su procedencia internacional. Y hay quien considera que el cosmopolitismo debe interpretarse como toda una constatación de que las redes de negocios internacionales no han surgido, ni siquiera por inercia, de los cambios en la economía mundial. A estos efectos, Anne-Catherine Wagner, que ha investigado la emergencia y el ascenso de un nuevo grupo de élite formado por managers internacionales, poseedores de competencias internacionales y de capital social internacional, propone una explicación con arreglo a un cierto tipo internacional de capital social y cultural. La noción de capital internacional, según Wagner, refiere una especificidad del capital cultural, lingüístico y social propiciado por un estatus social que permite compartir experiencias de socialización en instituciones académicas internacionales y oportunidades de profesionalización en diversos países, y que se caracteriza, en nuestros días, en definitiva, por el cosmopolitismo. A partir de esta noción establecida de capital internacional, los investigadores suizos Bühlmann, David y Mach han propuesto la noción de “capital cosmopolita”, entendida no como una subcategoría analítica sino como una forma suplementaria de “capital”. El “capital cosmopolita”, que se nutre constantemente de conocimientos, competencias, destrezas, vivencias e intercambios de ámbito internacional, parece especialmente valioso para las relaciones internacionales. Precisamente, la característica esencial del  “capital cosmopolita” es su dimensión  transnacional. Ulrich Beck, en su sociología del cosmopolitismo, ya proponía una “nueva gramática social” no dicotómica sino doblemente inclusiva (“…y…y”) favorecedora de la coexistencia y la simultaneidad de las diferentes pertenencias e identidades territoriales. No obstante, el plurilingüismo, el conocimiento de otras culturas y modos de vida, las interacciones con gentes de países y nacionalidades diversas, la posibilidad de disponer de relaciones sociales en el extranjero, también funcionan a modo de factores de jerarquización social. Y esa forma internacional de capital social es muy apreciada por la nueva élite de los negocios. La cultura común de los managers es un efecto de las políticas de integración internacional de las grandes empresas. Además, la movilidad internacional ha ido haciendo camino en favor de un cierto “patriotismo de empresa”, que trasciende los particularismos nacionales. En cualquier caso,  no abundan los estudios rigurosos de los procesos de formación de tales clases y élites.

 

La Gran Recesión de 2008 ha traído más ventajas para las clases capitalistas transnacionales,  para las financieras y para las industriales, y ha debilitado, especialmente, a las clases de los asalariados, cada día más vulnerables a la precariedad laboral y la exclusión social. El ejército de reserva de mano de obra se incrementa sin cesar con los batallones de subproletarios y desempleados de larga duración. Y las probabilidades de reinserción laboral van de la mano, las más de las veces, de los contratos atípicos y los infrasalarios. Se trata de un fenómeno de alcance casi global, correlato de la creciente flexibilización del mercado de trabajo. La estructura profesional de las principales actividades económicas en expansión, muy marcadas por la concentración territorial de los principales sectores del crecimiento en las ciudades globales, junto a la estructura profesional polarizada de esos sectores, ha supuesto el desarrollo de un estrato de trabajadores con elevadas remuneraciones y de otro estrato de bajos salarios. Es el corolario de la organización del trabajo y la estructura profesional de los principales sectores productivos. De modo indirecto, ese dualismo también ha resultado de las nuevas necesidades de empleos orientados al servicio de las nuevas categorías profesionales de elevada remuneración, e incluso ha sido una respuesta a la expansión de la mano de obra escasamente cualificada. Y hay que añadir la variable de los cambios sobrevenidos en la división social y territorial de las ciudades globales y las modificaciones en la naturaleza de los procesos de trabajo, que han llevado al crecimiento de las categorías situadas en los extremos superior e inferior de la estructura profesional y de la distribución de los salarios, y al decrecimiento de las categorías intermedias. Por lo demás, el crecimiento de las categorías situadas en el extremo inferior de la distribución profesional y de los salarios está relacionada (si bien, no en los términos de una relación causal) con la inmigración. Como correlato de la caída masiva de las rentas del trabajo, en términos relativos y absolutos por relación al capital, y los incrementos de la acumulación de capital, un acontecimiento asentado en una sistemática estrategia de escasez del empleo,  las clases trabajadoras están siendo sometidas a un pronunciado proceso de sobreexplotación que se sitúa a la base de un gran movimiento de reproletarización, en muchos países desarrollados, y de constitución de amplias capas de proletariado en la periferia, en las economías emergentes.

 

La polarización laboral implica la polarización social. Es muy evidente la asombrosa transferencia de riqueza que, en los últimos años, ha buscado su acomodo, huyendo de las rentas del trabajo, en los ingresos y propiedades de unas clases capitalistas cada vez más concentradas y solidarias en su empeño en el logro de todo tipo de ventajas y oportunidades, como  las que se infieren de la desregulación de las relaciones laborales, es decir,  del tipo de regulación más coherente con sus propósitos de acumulación. Para las clases trabajadoras, entre otros efectos inmediatos, se ha levantado el telón de un escenario grávido de probabilidades de desempleo, precariedad y bajos salarios. Al respecto, por el momento, son muchas las variables que interactúan y se retroalimentan en un proceso no siempre revestido de coherencia y previsibilidad. Y se multiplican los factores políticos y sociales que contribuyen al agravamiento de las desigualdades e impiden progresos significativos en la reducción de la pobreza, a pesar de la plausibilidad del proceso de la globalización, a estos efectos. Así, en la medida en que ciertos países desarrollados no han reforzado sus redes de protección social sino que, al contrario, las han debilitado, la pobreza a su interior va en aumento. En Estados Unidos, la flexibilidad del mercado laboral ha permitido la materialización de ajustes rápidos de los precios de la mano de obra a las condiciones de los mercados, provocando, al mismo tiempo, el incremento de las desigualdades. En Europa, las reticencias respecto de las brechas salariales se han reflejado, sobre todo, en el desempleo, mayor que en el caso norteamericano. Las clases trabajadoras de muchos países desarrollados ya están inmersas en un implacable proceso de empobrecimiento. Por su parte, en el curso de los  últimos ciclos económicos, ciertos sectores de la clase obrera industrial de algunas economías emergentes han transitado, con gran celeridad, a través de un intenso proceso de adquisición de competencias tecnológicas hasta conseguir considerables mejoras en sus ingresos y condiciones laborales. No puede negarse que el aumento de las rentas haya producido importantes modificaciones en la distribución de las oportunidades sociales en esos países. Hasta el punto de que, en los dos últimos decenios, el desarrollo de una nueva clase obrera industrial en algunas economías emergentes  ha traído ajustes muy significativos en la composición de la estructura social global. No parece muy mal encaminada la anticipación de un deterioro de la situación relativa de los trabajadores no cualificados en los países industrializados y la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores no cualificados de los países en vías de desarrollo. Pero, por más que las clases trabajadoras de algunas economías emergentes, en algunos sectores productivos, disfruten de los efectos benéficos de la competitividad global, para ellas, también, la suerte está echada.

 

La globalización ha contribuido decisivamente a la captura, prácticamente total, de las ganancias del crecimiento por parte de una fracción muy reducida de la población y, por tanto, a la explosión de las desigualdades. Sin embargo, aunque ya se haya disipado el fundamentalismo de mercado e incluso la adhesión incondicional al globalismo,  ningún otro modelo económico de sustitución se vislumbra, al menos, para el medio plazo. Las decisiones políticas, por su parte, traslucen preocupaciones pragmáticas que no pueden librarse de la carga de la racionalidad de los mercados. En cualquier caso, van surgiendo, en las economías emergentes, segmentos sociales con capacidad de compra y bien dispuestos al abordaje de bienes de consumo.  Claro que los hechos se encargan de poner en evidencia la cruda realidad de las desigualdades sociales, al revelar de qué manera el crecimiento económico es, al interior de un mismo marco económico, político y social, creador, a un tiempo, de riqueza y miseria. Por supuesto, el éxito de las economías de China o India ha permitido que centenares de millones de personas mejoraran sustancialmente sus condiciones materiales de vida. Si bien, los mayores beneficiarios suelen formar parte de las clases capitalistas nacionales de los países concernidos. De manera que el crecimiento económico, en China e India, ha introducido considerables tensiones para la habitual conexión entre la riqueza nacional y la clase de los capitalistas. Las posiciones sociales también responden, en esos países, a la norma actual de la heterogeneidad. Además, se viene produciendo una doble competencia entre el capital y el trabajo, en los niveles nacional y global, por una parte, y, por otra, entre Estados, lo que provoca cambios y transformaciones contradictorias y cambia los modelos de acumulación. A los países emergentes llegó, hace tiempo, la tormenta neoliberal de las privatizaciones, el mercado autorregulado y las restricciones en el gasto público, sobre todo, el encaminado a la protección social. Las élites políticas del Sur  (a menudo educadas en las universidades de élite del Norte) han aprendido a cumplir los dictados del Washington Consensus, cuidando y vigilando sus propios escenarios locales y los objetivos políticos generales.

En el decenio de 1980, se multiplicaron las oportunidades para la acumulación. La brecha entre ricos y pobres no deja de abrirse desde entonces. Un indicador válido de esta situación es el de la fiscalidad del capital. Durante los últimos años del siglo XX, se produjo una gradual aceleración en el trayecto de diferenciación de las rentas, en el que la capacidad de sortear las cargas fiscales supuso un importante plus de ventaja para las clases capitalistas. En nuestros días, aunque las magnitudes que se manejan a propósito de las fugas de capitales fueran un tanto exageradas, lo cierto es que hasta las mismas autoridades económicas consideran que el riesgo de que se produzcan es muy elevado, y es necesario adaptar la presión fiscal a esa realidad; es decir, hay que aligerar la presión fiscal sobre las rentas del capital. La distancia abierta entre la contribución fiscal de los que han sabido “deslocalizarse” y la de los que no han sabido o no han podido hacerlo es cada vez mayor. De hecho, las magnitudes de la acumulación y reproducción del capital económico y financiero han sido posibles, en los tres últimos decenios, en gran medida, gracias a que las clases capitalistas han logrado soslayar la presión fiscal de los años del capitalismo regulado. Simplemente, han recogido los frutos de su constancia en la publicitación de la carga de reproches contra las cargas fiscales, que ha pasado de una estrategia de enfrentamiento frontal  (político) con la figura de los impuestos, sobre todo, los directos, a una estrategia en la que, contando con la connivencia de los gobiernos conservadores, los movimientos se producen entre los intersticios de la legislación fiscal y la circulación de los capitales, y la capacidad de influencia sobre los gobernantes. En los términos de Albert O. Hirschman, las clases dominantes tienen a su disposición dos estrategias para soslayar la presión fiscal. La primera (exit) consiste en adoptar la nacionalidad de un país en el que la presión sea suave; o, simplemente, pueden establecer allí su residencia habitual. La segunda (voice) consiste en la intervención en el proceso de promulgación de las normas fiscales o en sus condiciones de aplicación, sin que se ponga en tela de juicio su absoluta e inquebrantable lealtad al principio contributivo. Esta segunda opción es la más frecuentada. Un par de acontecimientos ilustrativos del estado de la cuestión en Estados Unidos: antes de la Gran Recesión, la administración Bush había bajado los tipos impositivos a los contribuyentes con mayores ingresos; y, en pleno epicentro de la crisis, en 2009, el Tea Party presionó al Congreso para que se mantuviese el recorte del impuesto, a pesar del aumento del déficit. En fin, los más ricos pagan menos impuestos que el ciudadano medio porque utilizan los resquicios a su disposición (además de los paraísos fiscales y las facilidades que, frecuentemente, se encuentran y aprovechan para el incumplimiento de sus obligaciones fiscales). No se le ha escapado a Branko Milanovic la gravedad de la doble amenaza que se cierne sobre las clases medias de los países occidentales, atrapadas entre la pérdida de la estabilidad de sus condiciones materiales de vida,  provocada por el proceso de la globalización, y la acumulación de riqueza por parte de los más ricos. Las clases medias occidentales han sido víctimas propiciatorias de la globalización, de los efectos de la competencia de los países emergentes (sobre todo, los asiáticos) y la progresión de los ingresos de las élites nacionales, de los individuos pertenecientes al grupo del 1%. La primera de las presiones a la clase media, según este conocido analista, resulta de la ventaja competitiva de la mano de obra de los países emergentes, que realiza un trabajo equivalente al de los trabajadores occidentales, muchos de ellos, pertenecientes a las clases medias, aunque, eso sí, por una fracción de su coste comparado. Este factor se hace visible en la forma de las fuertes importaciones o en las deslocalizaciones de algunas unidades de las cadenas de producción o incluso de la totalidad de la producción. Hasta la misma Alemania, considerada un paradigma de éxito económico, está expuesta a las mismas presiones, particularmente, por la parte que corresponde a los trabajadores de Europa del Este. Ese riesgo, por cierto, justificó la promulgación de una serie de leyes (conocidas como las “reformas Hartz”) orientadas a la reducción de la protección jurídica de los trabajadores, al estancamiento de los salarios reales y al descenso de los niveles de vida de la clase media alemana, y de su participación en el PIB. Para la mayor parte de los hogares de clase media, la fuerza de trabajo de sus miembros, tan expuesta a los efectos de la globalización, constituye el único activo que poseen. Los neoliberales han llevado a las clases medias de los países occidentales a un implacable retroceso histórico.

 

En fin, el proceso de la globalización ha permitido la expansión mundial del poder de las oligarquías nacionales y las corporaciones transnacionales a expensas, en buena medida, de las expectativas de vida de los asalariados y ha deteriorado la calidad de vida de la mayor parte de la población de los países ricos, aunque haya mejorado la de una parte de la población de los países pobres. En la vanguardia de los ganadores de la globalización, se sitúa un grupo de élite de nuevo cuño con un estilo de vida caracterizado por la movilidad geográfica y el cosmopolitismo. Pero las referencias nacionales no se han desvanecido. Aunque una nueva  cultura global vaya surgiendo entre los intersticios de las formas particulares de las culturas nacionales. Esa cultura se transmite y reproduce entre las instituciones educativas internacionales y las familias. Sin perjuicio de que las élites globales se esmeren en el doble movimiento de la apertura geográfica y la clausura social. La constitución de una élite global o una clase capitalista transnacional manifiesta la jerarquía producida por la división entre los ganadores y los perdedores de la globalización, y es la expresión más descarada de un escenario social en el que se yuxtaponen los muy ricos con los pobres a su servicio. Ese 1% formado por los más ricos del planeta (bien que no se trate más que de una expresión simbólica, no estadística), tanto en términos de renta como de patrimonio, no deja de abrir  distancias con el resto de la población, y las circunstancias políticas (declive del Estado-nación, cesión de crecientes porciones de la soberanía nacional y la soberanía popular) y sociales (resignación de las clases trabajadoras, incrementos de los flujos de migración) les favorecen por entero. Son muy visibles las contradictorias tendencias hacia la homogeneización y fragmentación de una clase trabajadora global de difícil viabilidad. Y es que múltiples procesos económicos, demográficos, migratorios, políticos y culturales acechan, en nuestros días, a la formación misma de una clase global de trabajadores, a pesar de la identidad de intereses de todos los trabajadores del mundo. Y a la inmoralidad de la dominación de una élite global de multimillonarios se suma la inestabilidad sistémica. Asimismo, las diferencias regionales en las oportunidades de vida de las clases trabajadoras se han agudizado considerablemente. Redoblan los tambores que llaman a la guerra civil entre los proletarios del centro y los de la periferia, sobre todo, entre los segmentos de asalariados del sector industrial, debido, principalmente, a un periodo de intensificación de las periferias, en la vía de consumación, ya, del grueso de la producción industrial.

 

Partiendo de esta definición de la situación y del reconocimiento de la desfavorable correlación de fuerzas para la posición de las clases trabajadoras de los países desarrollados, y tomando en consideración la forma que ha adoptado, en el ciclo actual, el proceso interno de formación de clase y la fragmentación de clase, se plantea la cuestión urgente de la reproducción de los procesos de acumulación y la capacidad de respuesta  de los asalariados ante la previsible larga fase de desempleo elevado, precariedad extrema y sobreexplotación, y el correlato social y político del estallido de la clase media y los fenómenos de constitución de una clase capitalista transnacional y la persistencia del contenedor nacional para las clases trabajadoras.

 

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