La identidad de ciudadanía y las ficciones convenientes

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La noción de ciudadanía designa el estatus legal de miembro de una nación o un Estado. En la filosofía política contemporánea es, a la vez, un plexo de derechos y deberes. Más allá de los estatus legales y las generalizaciones empíricas, no existe una concepción fuerte o firmemente establecida de ciudadanía. Lo que no impide que la forma dominante del estatus de ciudadanía encuentre su principio de justificación en la nacionalidad. Una categoría de inclusión y, a la vez, de exclusión. Claro que lo propio y lo ajeno pueden responder a distintas distribuciones. Resulta reveladora la distinción aristotélica entre los “verdaderos” ciudadanos y los ciudadanos “imperfectos”. Para Aristóteles, el verdadero ciudadano era el ciudadano “económico”, que hacía y actuaba determinado por el interés de la ciudad: el que podía ser gobernante y podía ser gobernado. Y no es que Aristóteles se aplicase a la elaboración de una ontología de lo ajeno (o extranjero) pero también veía, a través del cristal de la dialéctica, en la diversidad, una función propia para el xenos. Al fin y al cabo, el genos solía ser el más beneficiado por la cooperación, la amistad o el comercio.

La participación de todos los ciudadanos en la organización y funcionamiento de la ciudad implicaba el reconocimiento del “pueblo” como cuerpo político y la “ciudadanía” como categoría principal de la vida política. Eran los pilares del orden democrático. La modernidad pudo recoger las tres dimensiones griegas del demos, el genos y el xenos para la formación del conjunto pueblo pero, con la irrupción de la concepción lockeana de la organización social orientada a la preservación de las vidas, las libertades y los bienes, y la idea de pueblo como un demos funcional y utilitario, advino el desplazamiento de una de las grandes expresiones de la tradición de hospitalidad y tolerancia de las sociedades políticas grecorromanas en la forma de la pertenencia a una comunidad nacional que no se quería excluyente para los extranjeros. Y fue asentándose la negación de la igualdad. Por diferenciación, el xenos constituiría, también, una referencia para el establecimiento de lo propio del pueblo en el marco de las relaciones entre las mayorías y las minorías (entre la identidad y la diferencia, en definitiva).

Con todo, el principio de igual ciudadanía había emprendido un camino de progreso, o mejor, de evolución, que partía del reconocimiento de los derechos civiles (fundamentados en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley), los derechos políticos (asociados a la democracia parlamentaria y la extensión del sufragio) y los derechos sociales (que configurarían el corazón mismo del Welfare State) según la elaboración de T.H. Marshall. Tales derechos conferían el estatus de ciudadano miembro de una comunidad política. Marshall se interesó, sobre todo, por la evolución del sentido de la pertenencia social. En su modelo, las tres dimensiones de la ciudadanía (civil, política y social) se construyeron en un desarrollo secuencial. La ciudadanía se sucede, pues, de un conjunto de derechos (en lo fundamental: de participación política, libertades discursivas y protección social) que abren la puerta a otros derechos (así, en el marco amplio de los derechos humanos, ecológicos o culturales). Sin perjuicio de las críticas pertinentes a esta comprensión de la ciudadanía, lo cierto es que los derechos de la ciudadanía social son una precondición para la pertenencia activa a una comunidad política y socavan los cimientos de las desigualdades de clase o, al menos, contribuyen a su minoración. En este sentido, derechos de ciudadanía tales como los de educación, las prestaciones por desempleo o las pensiones por jubilación ayudan a la reducción del riesgo y la incertidumbre, al enriquecimiento de las oportunidades de bienestar, en suma. Marshall sabía que el estatus de ciudadanía no podía garantizar la igualdad social. No obstante, se mostraba convencido de que la igualdad de estatus era más importante que la igualdad de ingresos. En su razonamiento, las desigualdades de clase no eran necesariamente incompatibles con el estatus de ciudadanía. No había más que fijarse en la cohabitación de la igualdad política (del igualitarismo propio de la tradición republicana) y las manifestaciones de extrema desigualdad que presentaban las sociedades capitalistas. Eso sí, el estatus de ciudadano debía ser suficiente para la protección social frente a los desequilibrios de las relaciones de mercado.

El concepto moderno de ciudadanía se ha materializado a golpes de historicidad. De ahí su influencia en las transformaciones de las formas de Estado y su protagonismo en la forma específica de Estado social y democrático. Y su valiosa contribución a la construcción de la idea de bienestar social y a la legitimación de un sistema abstracto de pertenencia legal fundamentado en la igualdad civil y la participación política. Y el desarrollo de la carta de derechos y obligaciones que su estatus exige a los miembros de la comunidad política. Ahora bien, en los últimos años, los dos elementos conformadores del concepto de ciudadanía (por una parte, el conjunto de derechos; por otra, la identidad) han sido alterados por la cascada de circunstancias precipitadas de la lógica de la globalización. La sociedad global va construyéndose con el impulso decisivo de las identidades múltiples y la evolución de las formas democráticas de la sociabilidad. La globalización exige un concepto de ciudadanía, no definido todavía, que supere la tradicional arquitectura legal. Los cambios institucionales en el espacio público, la elasticidad de las nociones de frontera y territorio, la dirección emprendida por tantas sociedades nacionales hacia el multiculturalismo, el interculturalismo y el transculturalismo constituyen factores y elementos que imprimen continuas variaciones en las experiencias del espacio y el tiempo, nuevas significaciones de los sentimientos de pertenencia de los grupos de estatus, empujan a la adaptación de los mecanismos de socialización y llaman al reconocimiento de nuevos derechos y deberes. Y, por cierto, la gobernanza democrática exige, sobre todo para la justificación y legitimación de los derechos que conforman el estatus de ciudadano, el ejercicio de los derechos y deberes en los procesos de participación política, la protección de formas de participación cívica que trascienden los límites estatales y las pertenencias nacionales; por ejemplo, en la asunción de obligaciones de la ciudadanía por la corresponsabilidad en el cuidado de la naturaleza considerada como un legado que hay que preservar para las generaciones venideras.

El continuo que conforman las ficciones convenientes de la soberanía y las correspondencias entre el Estado-nación, la nacionalización de la identidad política y el estatus legal de ciudadanía reduce y simplifica una realidad compleja, grávida de identidades múltiples, de la eclosión de las subjetividades reflexivas, del derribo de las certezas establecidas a cuenta de la ilusión de los sujetos históricos. Los efectos sobrevenidos por el impulso de los dispositivos transnacionales, de los intereses corporativos, los intercambios comerciales y las transacciones financieras, de las vivencias de los grupos diferenciados por variadas razones de identidad (de etnia, género, creencia religiosa, clase, como efecto de diásporas nacionales, etc.), de los diferentes niveles de gobierno, en suma, rebasan los límites del único contenedor de ciudadanía, el Estado, y señalan las condiciones de la emergencia de formas de ciudadanía supranacional y subnacional. Así, la forma de ciudadanía que corresponde al que invierte, comercia o reside más allá de las fronteras de su nación, el “privilegiado miembro de la clase capitalista transnacional”, en los términos de Sklair o la de la forma subordinada, la propia de la de gran parte de los asalariados o la forma de “ciudadanía” de los precarios y excluidos.

El desarrollo de la idea de ciudadanía no ha sido de naturaleza lineal, necesaria, sometida a determinismo. Sin perjuicio de que la esencia de la ciudadanía no pueda disociarse de la razón de ser misma de la democracia. Precisamente por eso, la ciudadanía pensada según el criterio establecido de lo “nacional” debe abrirse a un estatus distinto, de reconocimiento social y político; incluso, de redistribución económica y empoderamiento. De modo que, además del ámbito nacional, habrá que atender al ámbito global, el nuevo espacio teórico que acoge proposiciones tales como las atingentes a los derechos sociales universales, la ciudadanía global o la ciudadanía cosmopolita. Incluso al ámbito “world regional” en el que se desenvuelve la noción de ciudadanía europea, o mejor, de la Unión Europea. En una vertiente distinta se sitúa el fenómeno de la “ciudadanía cultural”, de la transformación de las identidades culturales en el gran factotum de construcción de comunidades políticas como efecto de las migraciones masivas, de la emergencia de comunidades transnacionales unificadas por normas y valores étnicos comunes o híbridos, que puedan superar los límites culturales para pasar a convertirse en guías de acción política. Hace más de veinte años ya, Habermas abordó el problema de la complejidad de las formas democráticas de gobierno de las sociedades multiculturales escogiendo una entrada, entre otras muchas posibles, a partir de la diferenciación entre demos y ethnos. Como miembros de un demos las personas pueden vivir juntas en una misma sociedad, como ciudadanos. Demos concierne a una existencia de ser político. En contraste, ethnos refiere una identidad como miembro de una particularidad cultural, religiosa o de comunidad étnica. En una sociedad multicultural, demos y etnos deben ser separados. Los pensadores conservadores, como Carl Schmitt, sostienen que las modernas sociedades políticas solamente pueden existir si se basan en la homogeneidad del ethnos. Desde luego, Habermas no niega la centralidad del ethnos en tanto constituye la gran referencia para el inmediato mundo de la vida de la gente corriente (la vía de socialización, de normas, creencias y valores compartidos que permiten la formación del sí mismo). Pero que el ethnos se convierta en el fundamento de la vida política no es más que una impostura. Nuestras sociedades, postmetafísicas, ya no son el correlato de una cosmovisión dominante (por única). La esfera política exige una moral sustantiva. El demos y la vida política requieren lo que Habermas denominó “patriotismo constitucional”, una modalidad de identidad común (de ciudadanía) conciliadora de las distintas identidades de los ethnos particulares. La identidad común que confiere la constitución construye sentimientos de pertenencia para una ciudadanía común que encuentra su esencial principio de justificación en la igualdad de derechos de todos los ciudadanos.

La ciudadanía postnacional es una proposición para la legitimación de la idea de ciudadanía en un contexto cosmopolita, en el que se desenvuelven actores políticos distintos de los Estados-nación. De hecho, existen múltiples niveles de comunidades y actores cada día más próximos a una condición muy semejante a la de una conceptualización de principio de la ciudadanía cosmopolita y, en cualquier caso, cada día más alejada del principio de territorialidad. Y algunas otras propuestas proceden de la misma filosofía del derecho. Así, por todas, la de Delanty, inspirada en la idea kantiana de las relaciones internacionales, en la concepción de la humanidad entera como una comunidad global de ciudadanos que confiere el estatus de ciudadanía no en virtud de su pertenencia a un Estado, sino por el respeto a los valores morales universales que fundamentan la kantiana norma universal. Desde un enfoque normativo, la ciudadanía suele definirse como un ideal democrático que distingue a los individuos libres de los meros súbditos. Es un legado de la tradición aristotélica que ha ocupado, de forma muy visible, el pensamiento de Rawls, y del que no se desprendieron ni siquiera las concepciones mínimas de Bentham (por los utilitaristas) o Schumpeter (por los elitistas), por ejemplo. A condición de que se evite el efecto de paralaje, puede ampliarse el campo de visión tal y como hacen Anthony Giddens y David Held, entre otros, cuando tratan de encontrar, en el reconocimiento del principio de pluralidad entre comunidades políticas, las bases normativas de una ciudadanía cosmopolita, esto es, el factor esencial del cosmopolitismo político, correlato de una sociedad civil global compuesta por múltiples pertenencias, también en los espacios regionales, locales, virtuales en los que se manifiestan las identidades culturales y sociales en una democracia global fundamentada en modos de gobernanza en redes de distinto nivel (local, regional, global) con actores estatales y no estatales. Desde luego, esta visión de la ciudadanía cosmopolita no contempla fundamentos legales o morales; ni siquiera políticos. Únicamente requiere una disposición de voluntad, una lectura en clave fundacional para un tiempo histórico que necesita renovar su fondo de armario.

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