«Un amigo mío me contaba que lleva casi cinco meses de baja por enfermedad. Para alguien activo y dinámico como él, una eternidad. Pero a partir del segundo mes en que ya se encontraba mejor intelectualmente, se levantaba pronto, preparaba el desayuno a sus hijas, saboreaba pequeñas y sencillas cosas de las que normalmente no podía disfrutar.
Diariamente podía comer con su familia, seguía más de cerca los problemas de estudio, sus exámenes y sus inquietudes. Estaba viviendo todo este período con paciencia, con serenidad, y con un ánimo de salir de este atolladero de la mejor manera posible. Esta confidencia me hizo reflexionar mucho: ¿qué pasaría si mi amigo en lugar de estar enfermo, estuviera en el paro? O incluso lo que es peor aún, ¿qué pasaría si estuviera enfermo y en el paro? La experiencia sería totalmente distinta.
Recuerdo de pequeño que mi padre, en un determinado período, se encontraba en paro. Cada mañana nos íbamos por las distintas empresas de la localidad buscando trabajo. Mi padre era muy trabajador, pero la situación era difícil. Era pequeño (6 o 7 años) y no me percataba mucho de la realidad, pero cada «no necesitamos a nadie ahora, pero lo tendré en cuenta» nos hacía daño. Creo que me hacía más daño a mí que a mi padre, porque yo le había visto trabajar y trabajar sin medida, y precisamente cuando más lo necesitábamos, se había perdido la esperanza. Era como si ya no sirviese para trabajar, como si hubiera pasado a un carril sin salida. En aquel momento la situación familiar no era la más holgada. Vivíamos de los pequeños ahorros familiares e incluso de la ayuda de mis abuelos.
La situación, viéndola con mis ojos actuales y con mi formación, era dramática. Me imagino que en aquel momento también lo sería para mis padres, pero nunca se perdió la dignidad ni la alegría: la alegría de la gente sencilla que se acostumbra a vivir con lo que tiene, y es feliz con ese poco. Nunca me he sentido acomplejado, ni he deseado tener más de lo que tenía, porque era muy feliz con mi familia.
Pero ahora, muchísimos años después, me pongo en la situación de la gente que está en el paro y busca trabajo. El pasar de los días sin recibir una llamada del INEM debe ser frustrante. Una persona puede pensar que ya no sirve, cuando no es verdad; puede pensar que ya no interesa al mercado laboral cuando no es verdad, porque su experiencia, su profesionalidad y su buen hacer no tienen parangón; puede pensar que sus seres queridos le valorarán menos y, aunque no sea cierto, le va mermando su autoestima. ¡Es una situación verdaderamente terrible!. Los desempleados no son números, son personas con dignidad y son familias que sufren, y hay muchísimos.
La Carta Encíclica ‘Laborem exercens’ (14 de septiembre de 1981) de San Juan Pablo II en el 90 Aniversario de la ‘Rerum Novarum’ afirmaba: «Lo contrario de una situación justa y correcta en este sector es el desempleo, es decir, la falta de puestos de trabajo para los sujetos capacitados» (número 18).
En la sociedad actual alguien de más de 45 años que, en el mejor de los casos, ha estado veinte años como mínimo trabajando es un trabajador cualificado, con ganas de trabajar, que se levantaba con ánimo y se acostaba cansado pero feliz. Algo está pasando en nuestra sociedad cuando ese trabajador queda en vía muerta para siempre, sólo relegado (en los supuestos más favorables) a los subsidios o correspondientes ayudas para su subsistencia o la de su familia. Pero este problema está siendo particularmente doloroso «cuando los afectados son principalmente los jóvenes, quienes, después de haberse preparado mediante una adecuada formación cultural, técnica y profesional, no logran encontrar un puesto de trabajo y ven así frustradas con pena su sincera voluntad de trabajar y su disponibilidad a asumir la propia responsabilidad para el desarrollo económico y social de la comunidad» (’Laborem exercens’, número18). Las familias asisten atónitas a que esos hijos e hijas hayan de emigrar a otros países para lograr ese ansiado trabajo, después de tanto esfuerzo y sacrificio.
Me imagino a esos jóvenes, con toda la ilusión por encontrar un trabajo que le permita tener una independencia y construir su propia familia, y siento la tristeza de esos adultos que ven desmoronarse toda la vida que tenían ya establecida, que notan que no pueden dar lo justo a sus hijos, a su familia.
Hace falta mucha calidad humana y mucho equilibrio personal para poder vivir esta situación sin zozobra. Mi amigo, en su enfermedad transitoria, sueña con volver a trabajar, a incorporarse a su lugar de trabajo, y esa ilusión le da esperanza y ganas de sanar, de vivir. Es lo que reza el refrán: «Hambre que espera hartura, no es hambre pura». Pero al joven que no ve futuro y al adulto que todas las puertas se le cierran, la ilusión se desvanece y la esperanza desaparece.
Por eso el paro es el principal problema de nuestra sociedad. El artículo 35 de la Constitución española establece que todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo. Pero ¿Quién tiene la responsabilidad de satisfacer el derecho al trabajo? Es algo que incumbe a toda la sociedad. Así lo afirma la Carta Encíclica ‘Centesimus Annus’ (1 de mayo de 1991) con ocasión del Centenario de la ‘Rerum Novarum’, al establecer que la sociedad debe ayudar a los ciudadanos a procurarse un trabajo y un empleo, y para eso han de crearse las condiciones que sean capaces de generar oportunidades de trabajo, siempre incentivando la libre iniciativa de los ciudadanos. El parado que no encuentra trabajo, que le cuesta mantener a su familia, que ha de pagar impuestos y tributos no puede aceptar, ni siquiera entender, que los políticos se pierdan en disquisiciones intelectuales que arrinconen este problema, que prioricen otros problemas más livianos, porque además han de soportar los constantes casos de corrupción en todos los ámbitos de nuestra sociedad, y eso sí resulta humillante.
Menos mal que todos los días sale el sol, siempre amanece, y nunca hay que perder la esperanza. Recuerdo que un día, tras muchos días de salir a buscar trabajo, alguien de buen corazón, muy católico por cierto, casi sin necesitarlo, ofreció un trabajo a mi padre y le devolvió las ganas de levantarse temprano y la oportunidad de acostarse cansado y agotado pero feliz.»*
*Artículo de opinión de Remigio Beneyto Berenguer, Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad CEU-UCH y Académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, publicado el domingo 21 de enero en Las Provincias.