Burbujas que suben y después se van. El sobresalto de la Nueva Economía

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No es que me tema un inminente estallido de otra burbuja financiera, por más que abunden los indicios. Pero es que, cuando se inflan demasiado, las burbujas estallan. Pues bien, por una singular desconexión entre la economía real y las finanzas, en el año 2000, clamaba Federico Rampini un año después, la economía mundial había crecido un 5% (el incremento más fuerte de los últimos años), todavía conducida por una economía norteamericana en buen estado de salud (un 4% de desempleo, el más bajo desde la guerra de Vietnam). Pero, entretanto, el colapso se ensañaba con Wall Street. Una nueva ronda de destrucción creadora había ido gestándose, ya, a mediados de los años 90, en los que los incrementos de la productividad, gracias a las TIC, potenciaron expectativas generalizadas de crecimiento sin precedentes. Sobre todo, en la economía norteamericana, resultaron en la formación de una burbuja que, como todas, terminó por estallar. Una nueva economía, la de la información, había desfilado con un paso distinto al que aconsejaban los mercados.

La Nueva Economía, que se había puesto a andar en los últimos años del decenio de los 90, presentaba la apariencia de saberse a salvo de las fluctuaciones habituales. Lo que produjo la imagen ilusoria de que las rentabilidades extraordinarias (de carácter coyuntural) eran las normales que cabía prever en un contexto de crecimiento acelerado del que tampoco quiso verse su temporalidad. El alza de los precios de las acciones se desarrolló con el acompañamiento de los incrementos de las inversiones y el protagonismo de las innovaciones tecnológicas. Sin embargo, a pesar del estallido de la burbuja, la economía norteamericana logró retener las ganancias de productividad. De ahí el asombro de Rampini. Los últimos años 90 habían sido testigos, pues, de la novísima retórica de la Nueva Economía, del boom de los mercados emergentes en el mundo en desarrollo y la imparable liberalización del comercio internacional. No obstante, no había elementos de juicio suficientes para anticipar la entrada en una nueva etapa de crecimiento acelerado ni, mucho menos, se había producido el hallazgo de un modelo que permitiera revivir los éxitos del periodo de 1945 a 1973, al menos, para la mayor parte de las economías occidentales. Aunque, más bien, desde 1990, en un contexto de estabilización macroeconómica, de bajas tasas de inflación y de liberalización de los mercados, el crecimiento había ido frenando su ritmo conforme a una tendencia que se mantendría hasta 2005. En realidad, las modificaciones que impusieron las TIC al interior y al exterior de las empresas no trajeron los resultados perseguidos. La Nueva Economía no supuso una gran expansión de la economía norteamericana. La tasa de crecimiento anual del 3,7% de 1993 a 1999 resultó más aceptable que la del periodo 1981-1982 (de un 2,9%) pero muy similar a la del 3,4% del periodo 1977-1980 y bastante más baja que la del periodo de 1961 a 1968, que llegó a un 4,8%. De 1997 a 2000, el déficit comercial se multiplicó por más del doble y, en 2003, llegó al 5% del PIB. El desarrollo de la economía de high-tech fue un boom más de consumo que de inversión. Y comportó un sustancial incremento de la deuda, que pasó del 65% de la renta disponible, en los años 60, al 94% de los últimos años 90. La revalorización de los activos pudo financiar ese brutal incremento y coadyuvó a paliar los efectos de la reducción del déficit presupuestario norteamericano.

Sin perjuicio de las expectativas que pudo despertar, en función de los sectores productivos, lo cierto es que era portadora de una tendencia original: el desplazamiento de los puestos de trabajo hacia la producción inmaterial. La Nueva Economía se había instalado con intención de permanencia. Las TIC habían ocupado todos los sectores productivos, incluso el primario, bien que su impacto se hiciera más notable en la industria y los servicios. Los intercambios de servicios (licencias y royalties, servicios financieros, de Internet, etc.) en el primer decenio del siglo XXI aumentaron más rápidamente que los intercambios de mercancías. Gracias a los servicios, algunos países deficitarios en el comercio de mercancías (por ejemplo, Estados Unidos, Gran Bretaña, España o Suiza, entre otros) pudieron lograr excedentes (así, en 2006), al contrario que Japón y Alemania, que acumularon déficits equivalentes a una cuarta parte de sus superávits en el comercio de mercancías. La balanza europea, en general, se comportó de forma irregular, con déficits en productos primarios y excedentes en productos químicos y maquinaria. A este respecto, Alemania y Japón lograron grandes superávits, pero Gran Bretaña y, en menor medida, Francia e Italia se convirtieron en importadores netos. A Europa correspondió el 42% de las exportaciones mundiales. Una importante proporción del comercio mundial (la cuarta parte) se desarrolló en el mercado norteamericano. Desde 1992 hasta el 2000, mientras sus principales competidores hacían frente a una importante desaceleración, la economía norteamericana conoció un boom relativamente basado en los altos niveles de inversión, la baja inflación y una tasa aceptable de desempleo. Todavía más, la administración Clinton incluso logró revertir el enorme déficit presupuestario que había heredado de las etapas de Reagan y Bush. El PIB creció a una media del 3,7% anual de 1993 a 1999 (de 1981-1992 había crecido al 2,9%). Las razones de ese éxito había que buscarlas en las aportaciones de la Nueva Economía, que generó expectativas de futuras ganancias de la mano de sectores especialmente dinámicos, y la potenciación de la productividad gracias a las TIC.

El sector financiero encontró magníficas oportunidades para su expansión con el desarrollo de las TIC. Sin embargo, el boom de los mercados de valores que precedió al crash del 2000 no pudo más que fundamentarse en falsas expectativas y percepciones desviadas de la realidad, en opiniones arbitrarias y creencias sin sentido. También, en la promoción de expectativas de rápidos beneficios, en la creación de artificios para inducir a la demanda sin que importara, apenas, la gran deriva de los recursos. Las expectativas generadas alcanzaron el rango de factores que acabarían conduciendo a una burbuja especulativa. Así, por una parte, la desregulación financiera estimuló las inversiones por la vía crediticia; y, por otra, el respaldo gubernamental norteamericano animó a las entidades financieras. Esas circunstancias animaron a los bancos (los comerciales y los de inversión), y propiciaron la aparición de ciertas prácticas rayanas en lo irregular, como, por ejemplo, las remuneraciones a los managers en la forma de stock options. Y no faltaron algunos episodios de fraude corporativo, en los que managers, auditores y banqueros se confabularon para inflar las cifras de beneficios con la intención de ayudar a la subida de los precios de sus activos. La enorme sobrevaloración de las acciones en los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI fue un gigantesco error de mercado que provocó comportamientos por inercia bien predispuestos a la sobrevaloración de los nuevos productos financieros, de las posibilidades de las high-tech y del potencial de la neteconomía. A esta percepción contribuyó el manejo espurio de los datos por parte de muchos directivos, la descomposición de las normas deontológicas en muchas entidades financieras, en bufetes y despachos de auditores y consultores, que actuaron con toda intención para desinformar y manipular los movimientos financieros en su propio beneficio. Por ejemplo, los que reflejó, en su momento, la contabilidad creativa de Enron o World Com. Era lo que correspondía al espíritu del neoliberalismo triunfante, a sus implacables procesos de racionalización de las condiciones de los mercados, y guardaba, asimismo, una transparente coherencia con la justificación de las remuneraciones que se asignaron los managers de las grandes corporaciones; las directas, hasta alcanzar cifras obscenas, y las indirectas, en la forma de incentivos, stock options, etc.

Después de la crisis, la recuperación de la economía norteamericana se logró merced a la creación de un gran déficit fiscal y una gran bolsa de endeudamiento de los hogares, y la provisión de créditos exteriores para la cobertura de la balanza de pagos. Para el mercado de valores, el crash de las acciones fue tan inesperado y violento que, en los últimos días del año 2000, los inversores americanos se vieron obligados a asumir, por primera vez en más de medio siglo, que se habían convertido en nuevos pobres. Esa fiebre de ganancias tenía que apelar a la puesta en funcionamiento de mecanismos extraordinarios de distribución de la nueva riqueza, que no guardaba relación con el crecimiento efectivo, en la que los perdedores no podían ser otros que los sectores sociales más vulnerables; algo que, en sí, no representaba, precisamente, una novedad histórica. La pérdida de capacidad adquisitiva de los hogares tenía que conciliarse con la necesidad de mantenimiento de la demanda. La contradicción se resolvió por la vía del endeudamiento familiar. El desenlace es bien conocido: una crisis financiera y económica de amplitud descomunal. La desregulación financiera permitió el desarrollo de una gran variedad de prácticas especulativas que, al final, conformaron, también, el factor decisivo para el estallido de la crisis de nuestros días.

Pero no era la primera vez que ocurría un suceso semejante. El decenio de 1920 ya había presenciado el advenimiento de una nueva economía que trajo la implantación de grandes innovaciones y cambios para la moderna industria (el automóvil, la generalización de la energía eléctrica, el cine) pero, cuando llegó el crash, entre 1929 y 1932, Wall Street tuvo que resignarse a la pérdida del 90% de su capitalización. Los años siguientes a la finalización de la I Guerra Mundial discurrieron, para Estados Unidos, entre dos desequilibrios cruciales, las desigualdades en el sistema internacional y los desajustes internos de su economía nacional. Claro que la economía estadounidense había salido muy fortalecida de la contienda. Estados Unidos se había convertido en el gran acreedor, y Francia y Gran Bretaña eran sus principales deudores. Por su parte, Alemania se vio obligada a hacer frente al pago de sus indemnizaciones de guerra. En general, las economías europeas se encontraron ante grandes dificultades para cumplir sus obligaciones de reintegro. Por otra parte, la economía norteamericana creció con rapidez pero de modo desigual. Así, mientras las grandes corporaciones mejoraban sus cuentas de resultados (en un 62%, entre 1923 y 1929), los precios agrícolas se hundieron, el sector de la construcción sufrió una brusca desaceleración y, en fin, muchas familias se vieron abocadas a la pobreza extrema, y las desigualdades se hicieron escandalosas (el 40% de las familias norteamericanas apenas si podían contar con unos ingresos que no llegaban a las tres cuartas partes de los necesarios para la mera subsistencia). Y el consumo masivo no llegó a alzar el vuelo a pesar de las facilidades de acceso al crédito (y la escalada de la deuda de empresas y familias). La demanda contenida coadyuvó a la sobreproducción que, a su vez, desvió las inversiones hacia las operaciones especulativas, bien rearmadas con la reducción de los tipos de interés de 1927, con el conocido resultado de la burbuja del mercado de valores y su estallido, en 1929.

Al igual que en el caso de la crisis de deuda de los primeros años 80, las causas de las crisis financieras de los 90 y los primeros años del 2000 todavía son objeto de arduos debates. Por su lado, los neoliberales reafirman la eficiencia del sistema comprendido como una totalidad y aducen que fueron los problemas internos de algunas economías los que entorpecieron su integración en los mercados globales. Las tesis neoclásicas son bien conocidas: la liberalización financiera impulsa la inversión y el crecimiento económico. Los mercados financieros, como corresponde a la naturaleza del mercado, tienden hacia el equilibrio. De manera que las crisis solamente pueden ser provocadas por factores exógenos a los propios mercados. Y aparece, de nuevo, el chivo expiatorio de la intervención del Estado, contumaz represor de los ahorros financieros y, por consiguiente, de la posibilidad de acumulación. Y, precisamente, los mercados financieros son los más indicados para tapar las “ineficiencias naturales” de la intervención pública. Lo que pasa es que nos empecinamos en la ignorancia de las primeras verdades: las crisis financieras no suceden por causa del comportamiento errático de los mercados sino, más bien, por la insuficiente carga de liberalización de las actividades financieras, tal y como lamentaba el Fondo Monetario Internacional a cuenta del colapso financiero del Este asiático. Por cierto, para salir de la crisis, el Fondo Monetario Internacional recomendó el despliegue de medidas del tipo de la política económica de “austeridad”, las privatizaciones y, cómo no, la desreglamentación financiera.

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