Crónica global de la expansión de la precariedad y la contracción de los salarios (II)

En el último decenio del siglo XX, el estancamiento económico europeo no fue consecuencia de una cadena de errores sobrevenidos por imprevisión o por la aparición de factores entrópicos o por algún fenómeno de retroalimentación mal digerido. La rígida política monetaria formaba parte de una estrategia dirigida al establecimiento de una nueva regulación (la desregulación) de las relaciones laborales. Había que reforzar las posiciones del capital financiero, protegiendo sus activos contra los efectos de la inflación. Como es bien conocido, las políticas monetarias de ajuste suelen llevar al enfriamiento de la demanda agregada y, de paso, a incrementos del desempleo, tal y como habían acreditado economías como las de Suecia o Austria en el decenio de los 80. Se trataba de una estrategia con todas las de la ley. El incremento del desempleo en esos años fue aprovechado por las instituciones internacionales para justificar las medidas tendentes a la desregulación de las relaciones laborales, el arrumbamiento de las “rigideces” excesivas y la bienvenida a la flexibilidad.

 

Desde mediados de los años 80, el empleo industrial, en los países de la OCDE, había iniciado un periodo de serio declive, si bien fue decayendo a distintos grados de intensidad. La crisis de 1973 ya había supuesto el inicio de la caída del empleo industrial. Al mismo tiempo, su composición técnica sufrió importantes ajustes como consecuencia de las innovaciones tecnológicas, que transformaron con celeridad los procesos productivos de la industria y los servicios.   El descenso del empleo industrial en los países desarrollados fue más un resultado del desplazamiento de los puestos de trabajo hacia el sector servicios (muchos de ellos, directamente relacionados con el sector industrial y, a menudo, como un reflejo de la extensión del fenómeno de la subcontratación en el sector industrial) y del cambio tecnológico y organizativo (y un corolario de las políticas neokeynesianas de pleno empleo, proclaman los neoliberales)  que una consecuencia necesaria de la expansión de las exportaciones industriales de las economías emergentes. El crecimiento del empleo en el sector servicios y un correlativo declive en el sector industrial presentarían una tendencia de largo plazo, con una fuerte aceleración durante el último decenio del siglo XX y en los primeros años del siglo XXI, de manera que, en Estados Unidos, el empleo industrial apenas ocupaba, ya, a una cuarta parte del total de activos. En la Unión Europea, el retroceso del empleo industrial se ha debido, principalmente, a la correlación de fuerzas en el contexto de la competitividad global. Mirando hacia atrás sin ira, el declive de la producción industrial, en Europa y Estados Unidos, podía haberse anotado, en buena medida, en la cuenta de las deslocalizaciones.

 

La flexibilización de los procesos productivos y las prácticas de externalización trajeron el desmantelamiento definitivo de la composición laboral del fordismo, condición necesaria para la victoria de las políticas monetaristas sobre la inflación. Dejando de lado la relevancia que para la teoría económica pudieran presentar las afirmaciones más características del monetarismo  (que solamente podrían aceptarse como proposiciones después de un proceso de verificación empírica que jamás se ha producido),  lo cierto es que las primeras manifestaciones de la estrategia de la desregulación de las relaciones laborales provocaron efectos catastróficos, tanto en las instituciones (la ofensiva contra el Welfare State o el trabajo estable) como contra las personas (el empobrecimiento de sectores crecientes de la población, la desigualdad rampante, etc.). Todavía más, pudo llegar hasta la colonización de parcelas de la vida social que hasta entonces habían podido librarse del postulado de la mercantilización total. Esto es, todo un precipitado de efectos sobrevenidos, muchos de ellos de carácter heterónomo. Se trataba del fenómeno de conjunto que David Harvey inscribió en los órdenes de la “acumulación por desaparición”. De ahí la comprensión del fordismo, por parte de ese analista,  como un modo de vida de vocación totalista y congruente con las condiciones para el crecimiento basado en la industrialización y la creciente eficiencia de los procesos productivos. Pero la flexibilidad triunfante conformaba, ante todo, un empeño implacable de precarización generalizada. No solamente se hacía invisible el rostro humano de las relaciones laborales sino que su organización se reforzaría en varias modalidades de jerarquías y niveles de mando, y la dispersión salarial se haría más y más descarada. Resulta asombroso que estos ajustes  prosperasen, precisamente, en los años 80,  el tiempo en el que la organización horizontal devenía más urgente, aunque únicamente fuese por el interés del principio más básico de competitividad en el marco global, el que expresaba la idea de “pensar globalmente, actuar localmente”.  En cualquier caso, la responsabilidad de las políticas de ajuste respecto de la elevada pérdida de puestos de trabajo, durante los años 80 y 90, sigue siendo objeto de debate.

 

La función más eficiente del ejército de reserva de mano de obra es la del empuje a la baja de los salarios. Así,  el gran incremento del desempleo en los años 80 y 90 puede considerarse la respuesta del capital frente a la extensión de los conflictos laborales y las presiones para la elevación de los salarios, factores causales de primer orden, según los analistas neoliberales, de la inflación. El desempleo, por su parte, se haría especialmente valioso como instrumento estratégico del capital, que tuvo bien presentes las huelgas del periodo de 1968 a 1979, con el trasfondo de las explosiones salariales y las tentativas de protección de los estándares de vida de las clases trabajadoras, a pesar de la ominosa presencia de la inflación. Y el nuevo orden de las relaciones laborales se asentaría, en adelante, en el fortalecimiento de la posición política y social de los inversores, y en el gradual debilitamiento de las organizaciones de los trabajadores; en la racionalización de los procesos productivos orientada a la recuperación de las rentas del capital; en la intensificación de las condiciones de competitividad regional y global; en la liberalización de los intercambios comerciales y los movimientos del capital, y en muchas otras iniciativas más. El Fondo Monetario Internacional siempre había insistido en las propuestas de reformas estructurales en la línea de la desregulación, esto es, de la negación de muchos de los derechos laborales adquiridos o de la imposición de crecientes transferencias de las rentas del trabajo al capital, no solamente a través de los recortes salariales y la continua exigencia de elevación de las cotas de productividad sino, también, del aumento de la presión fiscal sobre las rentas del trabajo. Incluso, abundaban las propuestas de reforma de algunos mecanismos de protección de los desempleados. Por ejemplo, los atingentes a las prestaciones y subsidios por desempleo, que eran contemplados como una verdadera rémora, un factor causal  de desempleo. Al igual que ahora, no importaba que la realidad mostrase que, más bien, las más elevadas prestaciones por desempleo solían ir de la mano de las más altas tasas de empleo. Y no hay que olvidar el acelerado desmantelamiento de los mecanismos de protección social y su contribución al descenso de los costes unitarios del trabajo.

 

Hasta la llegada del boom de la Nueva Economía, apenas se movieron los salarios. Una nueva economía, la de la información, parecía desfilar con un paso distinto al que marcaba el mercado, con independencia del ritmo del crecimiento. Además, las tecnologías de la información trajeron consigo cambios de gran calado para la organización de los procesos productivos, en tanto posibilitaron la descentralización de la producción sin renunciar a la dirección centralizada ni a las probables economías de escala de las transnacionales. Así, la información y el conocimiento, más que la producción de bienes materiales, fueron las fuerzas que impulsaron el fenómeno de  la Nueva Economía, en estrecha relación con las posibilidades de las tecnologías de la información que, por sí mismas, aparecían como vectores del nuevo escenario. La expansión de tales tecnologías comportó profundos ajustes en la (re)organización de los procesos productivos. Ciertamente, la Nueva Economía representaba los principales rasgos del paradigma postfordista y anunciaba un sinfín de nuevas oportunidades de mercado para los países más avanzados. Incluso, prometía el final de los ciclos, del boom-bust de la era industrial, y abría las puertas a una economía de elevadísima productividad. Los países en vías de desarrollo también disfrutarían de los efectos benéficos del gran acontecimiento, a la vista de sus ventajas comparativas de principio, basadas en los bajos salarios, la suave presión fiscal y la ausencia de reivindicaciones laborales que, en el largo plazo, prometían un crecimiento sostenido y veloz. Pero las nuevas tecnologías no respondieron, finalmente, a las expectativas generadas de mejora de los salarios, sino que contribuyeron, más bien, a la creciente destrucción de empleo en las economías más avanzadas. El recurso de las tecnologías de la información favoreció la desigualdad de las rentas, dada su plausibilidad para la modificación de las relaciones entre el trabajo y el capital, y entre las mismas oportunidades profesionales de los trabajadores.

 

En una economía global, importa poco traerse la mano de obra barata o producir en sus lugares de origen. Sucede que la inmigración constituye, en cierta medida, una alternativa a la deslocalización.  A este respecto, la tendencia a la globalización de los flujos de migración se ha hecho manifiesta en casi todos los países de tradición de inmigración y en los principales mercados del empleo. La formación de espacios migratorios policéntricos y multipolares es una expresión de correspondencia con el desarrollo de las redes; también, por más que no parezca tan evidente, de concomitancia con el desarrollo de  sistemas étnicos a escala local, regional e, incluso, planetaria. Los nuevos actores de los flujos migratorios, evocadores de las diásporas antiguas o representantes de las nuevas, coexisten con las que emergieron durante las grandes oleadas de los años 60 y 70 en Europa occidental y Norteamérica. Aunque las nuevas corrientes de migración vayan orientándose hacia zonas distintas de las habituales. Así, desde el último decenio del siglo XX, Europa occidental ha venido recibiendo contingentes cada vez más numerosos de origen no mediterráneo,  provenientes, sobre todo, del este de Europa y de América Latina, y en menor medida, de China. Los países escandinavos han recibidos efectivos procedentes, también, de Irán,  Líbano y Pakistán. En Australia, Canadá, Estados Unidos o África del Sur la inmigración irregular, procedente, sobre todo, de Asia, se ha convertido en un serio problema. Desde luego, la inmigración contribuye a la fluidez del mercado laboral, pero también puede constituir una fuente de conflictos derivados de las concentraciones comunitarias. En cualquier caso, el creciente rechazo social a la presencia de inmigrantes, en algunos países europeos y en Estados Unidos, no es únicamente de corte cultural sino que también se alimenta del miedo ante la perspectiva económica y social. De manera que parece haberse instalado, entre los trabajadores “nacionales” de los países desarrollados, la percepción de que la presencia de inmigrantes contribuye a reforzar  la tendencia a los recortes salariales, sobre todo, para los empleos que exigen menores cualificaciones. Pero la inmigración ha resultado mucho menos decisiva para la degradación de las relaciones laborales en Estados Unidos y la Unión Europea de lo que suele darse por sentado. Ciertamente, Estados Unidos, Canadá, Australia, el Reino Unido y otros países europeos han aceptado fuertes contingentes de inmigrantes, lo que explicaría, en parte, el descenso de los salarios reales en los últimos decenios y puede que, como correlato, también, en alguna medida, la relativa mejora de la competitividad de sus productos. Sin embargo, probablemente sea, el mercado de trabajo, el menos integrado en la economía global. De todos modos, en Estados Unidos, aunque se produjera un fuerte ascenso de la inmigración laboral en los años 80,  en el decenio de los 90 el volumen de la inmigración apenas si supuso una tercera parte del acumulado durante los diez primeros años del siglo XX. Y mientras en Europa y Estados Unidos, la proporción de la población mundial residente en países distintos a los de su nacimiento se incrementó en alrededor de un 10%, en el resto del mundo lo hizo en un modesto 3%. En la actualidad, casi todos los países más desarrollados han endurecido las medidas contra la inmigración, bien que, sobre todo, afecten a los inmigrantes de menor cualificación. Ciertamente, en los países de escaso desempleo, la llegada de inmigrantes siempre fue una tentadora oportunidad para imponer reducciones salariales. Asimismo, los conservadores suelen utilizar la presencia de inmigrantes como arma arrojadiza contra la supuesta generosidad del Welfare State. Y no únicamente porque puedan, los inmigrantes, sumarse a la legión de los más necesitados de protección social sino porque la mera existencia del Welfare actúa como reclamo para la inmigración. Sin entrar en detalles a propósito del debate abierto a este respecto, lo cierto es que, por lo que respecta al temor que produce el comportamiento demográfico de muchos países avanzados por la viabilidad del sistema actual de las pensiones, la presencia de inmigrantes que contribuyen, con sus cotizaciones, a la caja de la seguridad social, debería ser razón suficiente para desestimar los argumentos que tratan de obtener decisiones políticas restrictivas a la inmigración.

 

El fenómeno de los working poor, en nuestros días, se ha extendido, especialmente, entre los inmigrantes. No cabe esperar una recomposición del mercado laboral sin una decidida actuación pública, sobre todo, en los sectores más concurridos por los trabajadores inmigrantes. Los inmigrantes se muestran muy vulnerables ante las prácticas del dumping social, las presiones a la baja de los salarios y el establecimiento de las variadas formas de flexibilidad; y frente a las transformaciones de los procesos productivos,  la extensión de los servicios y la subcontratación, o a los efectos de las restricciones de las ayudas públicas y de  medidas administrativas, cada vez más refractarias a la inmigración, y que producen un gran número de “sin papeles”. La presencia de inmigrantes en situación irregular no es un acontecimiento nuevo, pero la celeridad con la que se está manifestando la voluntad política de clausura, de cierre social de las oportunidades de vida para ellos, hace que muchos se vean obligados a refugiarse en la economía sumergida. Los inmigrantes son los precarios por excelencia. Y las medidas de protección social (los estabilizadores automáticos, las decisiones de discriminación positiva, las transferencias públicas, en suma) no siempre llegan a los colectivos más necesitados. Por su lado, los conservadores vienen insistiendo, desde hace varios decenios, en el cuidado homeostático entre los derechos de los beneficiarios de los subsidios y sus deberes colectivos. Dejando de lado el discurso subyacente (acerca de la cultura de la pobreza o de la responsabilidad individual, constantes ideológicas del derechismo) lo cierto es que parece razonable que la solidaridad de la que puedan beneficiarse los necesitados se vea acompañada de un compromiso por su parte. Ahora bien, nadie escoge la pobreza. Y los derechos no pueden reducirse a limosnas. Las propuestas derechistas de un trabajo obligatorio, como contrapartida a las subvenciones, entre otras medidas atingentes a los obligaciones de los beneficiarios, deberían tomar en consideración la disponibilidad de contratos de inserción laboral, la adecuación de las políticas activas de empleo, entre otras  medidas, en vez de empecinarse en la responsabilidad individual de los desempleados que no encuentran empleo. Y, además, el subempleo no debería utilizarse como la evidencia de una respuesta social coherente con los méritos del subempleado. En realidad, el subempleo es, ya, un rasgo, en expansión, del orden neoliberal. Quizá la falta de motivación, al cabo de múltiples ocasiones para la acumulación de fracasos, agrave la situación  de los desempleados, pero lo que es seguro es que el desempleo de larga duración  provoca muchas y muy graves patologías, para la sociedad en su conjunto y sobre todo, para los desempleados y para sus familias. Los derechos civiles y políticos de los inmigrantes siempre se han situado al borde de su negación pero, en nuestros días, las políticas restrictivas de la inmigración convierten en muy frágiles sus derechos de ciudadanía. Sea como fuere, pocos son los inmigrantes o los “nacionales” que pueden, ya, sortear las dinámicas de degradación de las relaciones laborales, adosadas a los subempleos y los infrasalarios, a las actividades de baja cualificación, al desmenuzamiento de los procesos productivos, a las formas de contratación de duración limitada y, en fin, a la sobreexplotación.

 

Y mientras la precariedad parece contenerse, a duras penas, en las economías emergentes, se ha incrementado notablemente en las economías avanzadas. Al igual que la tendencia a la baja de los salarios por la presión de una mano de obra abundante, la de los países emergentes,  la de los países proveedores de los flujos migratorios y, ahora, también, la de las economías avanzadas en trance de desindustrialización. Con todo, la importación de productos manufacturados desde las economías de bajos salarios no ha llegado a desempeñar un papel muy relevante en el proceso de desindustrialización de los países más desarrollados, especialmente duro en los que forman parte de la Unión Europea. Es cierto que tales importaciones se han visto compensadas por las exportaciones de otros productos de mayor valor añadido (por ejemplo, es el caso de la balanza entre China y Japón). Pero se han perdido muchos más empleos a causa de las importaciones baratas que los que se han ganado con las exportaciones de alto valor añadido. Desde el año 2000, en la Unión Europea, las deslocalizaciones se han visto muy reducidas, y su implicación en la pérdida de empleos ya no es muy significativa. Más bien (especialmente, desde el estallido de la crisis de nuestros días), las empresas europeas invierten en los países emergentes, sobre todo, al objeto de disponer de emplazamientos de producción próximos a unos mercados de consumo en expansión aprovechando, de paso, además, las condiciones ventajosas para los procesos productivos que presentan, todavía, las economías emergentes.

 

Lo cierto es que la globalización no sólo ha transformado al capital en constitutivamente global, es decir, en un mercado único de capitales, sino también en un mercado único de trabajo. Como ha venido señalando Richard Freeman, entre otros, la población activa del mercado laboral, en los últimos años, se ha duplicado; sobre todo, con el despegue económico de India y China. El total de obreros y empleados en China se estima en alrededor de 750 millones, es decir, un 150%  del total de los países de la OCDE, y casi diez veces el conjunto de trabajadores de Japón y Corea del Sur. La mitad del empleo se concentra, todavía, en el sector primario. Lo más preocupante, para la fuerza de trabajo global, es que ese dato indica la existencia de una enorme reserva de fuerza de trabajo bien dispuesta, probablemente, a dar el salto a las zonas industriales. Algunos estudios señalan la plena e inmediata disponibilidad de 150 millones de personas, a ese respecto (otros, elevan la cifra a 300 millones o más, en el largo plazo). De hecho, florece una economía sumergida, sobre todo, en los grandes centros urbanos, muy concurrida por  agricultores hartos de soportar sus miserables condiciones materiales de vida (así, los mingongs) y por despedidos del empleo público, en el caso de China. Tales contingentes conforman batallones adicionales, por más que tapados, de la fuerza de trabajo disponible. Además, el tamaño  de la economía formal y la proporción de la población activa de mujeres tiende a crecer. Y tampoco debería soslayarse el caudal de consecuencias que pueda producir en China, en el medio plazo, junto a su excedente de fuerza de trabajo,  el margen de influencia sobre los salarios de los activos con empleo, mucho más bajos que en las economías avanzadas. El trabajo barato puede servir de motivación para las inversiones directas pero, como resulta bien conocido, hay que tomar en cuenta, a esos efectos, otros muchos factores de similar o mayor importancia. Con todo, el ratio capital-trabajo todavía podría empeorar más a una escala global, a la vista de las reservas de fuerza de trabajo en India y otros países. Y los salarios de las clases trabajadores de las economías avanzadas no saldrían bien librados. La capacidad de negociación de los representantes de los trabajadores también se debilitaría, al igual que muchas de las instituciones de protección social.

 

Ahora bien, la liberalización de las transacciones comerciales no podría entenderse dejando de lado la previsible convergencia de los precios de los factores productivos (en el largo plazo). Lo que significa que el incremento de las transacciones entre los países desarrollados y los países en vías de desarrollo debería propiciar (en el largo plazo) la mejora paulatina de los salarios de los trabajadores de los países menos desarrollados y una disminución relativa de los salarios para los trabajadores de los países más desarrollados. Por el momento, el proceso de precarización generalizada está logrando que muchos asalariados “nacionales” experimenten en carne propia las condiciones de trabajo que han sufrido los inmigrantes en sus países de origen, de manera que va tomando forma la figura de una “inmigración sin inmigrantes”, en la que se funden los fenómenos de la precarización, la incorporación a la economía sumergida y el estallido del contrato moral entre empleadores y empleados. Así, la expresión “deslocalización sin moverse del sitio” designa las formas de precarización a que se ven sometidos los asalariados de los países más avanzados, cada día más semejantes a las habituales en las economías emergentes. Además,  el fenómeno de la compresión de los salarios ha adquirido dimensiones gigantescas. Los asalariados ya no pueden estar seguros de librarse de la pobreza. Por supuesto, hay una gran heterogeneidad de factores y elementos, un espectro muy amplio de situaciones familiares y sociales que llevan a la pobreza o que se retroalimentan de ella. En la Unión Europea, incluso en Francia y Alemania, y en países con tasas bajas de desempleo, se está produciendo una gran explosión de empleo mal remunerado. Abundan los casos de drásticas rupturas de trayectorias profesionales que parecían sólidamente establecidas y han acabado por resignarse a los tiempos de alternancia entre el empleo y el desempleo,  a los empleos a tiempo parcial o, incluso, a la exclusión. Asimismo, en la parte alta de la distribución salarial, los salarios elevados han ido abriendo distancias con los salarios más bajos. Y el número de trabajadores subempleados no deja de incrementarse, con lo que también aumenta la presencia de los infrasalarios. En Estados Unidos, a la vista del empujón de las innovaciones tecnológicas y los ajustes estructurales, los trabajadores menos cualificados se han visto obligados a escoger entre el desempleo o los bajos salarios y la precariedad laboral. Por cierto, a mediados de los años 90, alrededor del 25% de los trabajadores de Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido recibían salarios por debajo del 60% de la media. En Bélgica y los países escandinavos, del 5 al 8%. Los marcos respectivos de las relaciones laborales permiten la explicación de tamañas diferencias. Y parece muy clara la existencia de una correlación entre el debilitamiento de las posiciones de los trabajadores en las negociaciones salariales y el incremento proporcional de los salarios bajos. No obstante, en Estados Unidos, no todos los salarios se han reducido. El fenómeno ha afectado, en particular, a los salarios correspondientes a los empleos de menor cualificación, que son los que desempeñan, precisamente, los trabajadores más pobres. Con todo, las distancias salariales tienden a reducirse en la economía norteamericana, aunque de un modo lento y desigual, y más por causa de la tendencia a la caída general de los salarios que por el reconocimiento de la anomalía de la discriminación. A este respecto, en el pasado, muchos empleos tradicionalmente femeninos pudieron mejorar sus salarios gracias a la actividad sindical en defensa de los intereses de las mujeres trabajadoras. En Estados Unidos, los datos acerca de las diferencias salariales sugieren que los sectores laborales mejor organizados suelen obtener mejores remuneraciones. A la vez, en las zonas más bajas de la distribución salarial, la afiliación sindical es muy reducida.  Las víctimas propiciatorias de la distribución, las mujeres y las minorías étnicas, no suelen afiliarse a las organizaciones sindicales aunque, paradójicamente, manifiesten actitudes más favorables a la acción sindical que las de los trabajadores varones blancos, mejor protegidos y remunerados.

 

En el nombre de la inserción laboral de los desempleados, se ha levantado un escenario de precariedad generalizada que hace de la figura del “work-poor” todo un emblema de la distribución de oportunidades de vida de nuestro tiempo. Probablemente, los asalariados con escasa cualificación ni siquiera podrán contar, en lo sucesivo, con las instituciones asistenciales más que en casos de situaciones muy extremas. A cambio, se les ofrecerá la integración en un mercado laboral en el que conformarán una especie de subempleados con sus correspondientes infrasalarios, como, por lo demás, ya viene sucediendo en la actualidad con frecuencia creciente. La justificación ideológica de este nuevo orden está servida: la pobreza es resultante de la pereza y la desidia de los individuos que la padecen. Los pobres son los responsables de su pobreza. La responsabilidad de sus desdichas es individual, no sistémica. Los derechistas sostienen, sin ruborizarse, que los extraordinarios incrementos en las diferencias de las cuantías de las rentas son el resultado lógico del comportamiento de los mercados, lo que, de paso, proporciona una buena base para el camuflaje de la  realidad de las relaciones laborales, coligando las oportunidades sistémicas y los méritos individuales. Y la idea que se ha asentado en la opinión pública es que las diferencias de las remuneraciones son efectos necesarios de las diferencias de las cualificaciones. La circularidad de tales argumentos debería contrastarse con las posiciones, especialmente desfavorables en la organización del  trabajo, por ejemplo, de las mujeres y los inmigrantes en los sectores productivos con gran reserva de mano de obra. Por supuesto, hay otros parámetros de la competitividad además del que constituye la gran obsesión de los neoliberales, esto es, el descenso abrupto de los salarios. En realidad, cuentan, tanto o más que los salarios, factores tales como los de la reorganización de los procesos productivos, las inversiones en investigación, desarrollo e innovación, la incorporación de nuevas tecnologías, la concepción de nuevos productos, la conquista de nuevos mercados, entre otros, y en un contexto de adecuación de las instituciones políticas y los reguladores económicos. Y, desde luego, no existe nada parecido a una correlación entre beneficios y creación de puestos de trabajo. En efecto, el beneficio, la diferencia entre los costes y el precio de venta de los servicios ofertados o los bienes producidos, se distribuye en función de la relación de fuerzas entre: los que invierten, los acreedores que esperan su remuneración en forma de intereses y los accionistas que reclaman sus dividendos; los que se encargan de la gestión, los managers remunerados con elevados salarios (y bonus); y los que aportan su fuerza de trabajo, remunerados con los salarios. Claro que una parte de los beneficios podría destinarse al refuerzo de la posición de la empresa en el mercado (por ejemplo, para la introducción de nuevas tecnologías de los procesos productivos; o para la investigación e innovación); aunque también puede dedicarse a la compra y recompra de sus propias acciones, al objeto de impulsar los precios de sus productos al alza. Los beneficios pueden encontrar destinos diversos, pero no hay ninguna ley del mercado que prescriba que las ganancias deban destinarse a la creación de puestos de trabajo.

 

La expansión de la precariedad y la contracción de los salarios no son fenómenos marcados por un sino ineluctable ni constituyen un efecto perverso de la exigencia de mejora de la competitividad de las economías nacionales, de la necesidad de inversiones exteriores o de un comportamiento congruente con la tendencial movilidad de los capitales. Son resultados, propiamente resultados, de un plexo de decisiones políticas favorables a los intereses del bloque hegemónico que trata de lograr el óptimo de sobreexplotación de la fuerza de trabajo.

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