Crónica global de la expansión de la precariedad y la contracción de los salarios (I)

El mercado de trabajo de la Unión Europea presenta una fuerte tendencia a la precarización masiva, si bien sus modalidades se muestran coligadas a la herencia histórica de las sociedades salariales nacionales y a algunos otros fenómenos, como los procesos migratorios o las políticas públicas. La noción de precariedad laboral puede entenderse como un proceso multidimensional que envuelve al empleo y los derechos sociales. La del precariado es una vida en situación de incertidumbre permanente. Al no disponer de una renta estable, los precarios no desarrollan una carrera profesional y ni siquiera la percepción de una cierta pertenencia ocupacional. Y uno de los rasgos diferenciadores de este grupo social es el mínimo acceso a las transferencias sociales. Sus efectivos proceden de la clase obrera o de la underclass de las periferias urbanas o de los flujos de inmigración.  También se han sumado al precariado muchos universitarios instalados en el subempleo. En cualquier caso, ni unos ni otros han llegado a desarrollar nada próximo a una conciencia de clase. En las difusas trincheras de una guerra permanente de todos contra todos, los precarios no constituyen una clase, ni siquiera, en sí. Cierto es que, en el capitalismo, la precariedad vive en el mismo centro de la condición de asalariado,  pero  también lo es que el reconocimiento político de la necesidad de protección de la fuerza de trabajo se ha cruzado con su propia imposibilidad,  a lomos de una racionalidad que se ha impuesto como un fatum implacable.

 

En el supuesto de una periodización de las relaciones laborales en el siglo XX, los años centrales del decenio de los 70 configurarían el tiempo de emergencia del fenómeno del desempleo masivo en los países de Europa y Estados Unidos, y el disparo de salida para la carrera de la degradación de las condiciones de vida de sus clases trabajadoras. La desaceleración del crecimiento, en aquellos años, fue el resultado necesario del shock de los precios del petróleo,  las confusas políticas macroeconómicas y la reducción de la tasa de ganancia. Y llegó la involución, de la mano de la política monetaria y la austeridad fiscal impuestas en el nombre de la lucha contra la inflación. Desde entonces, los salarios reales se han visto muy constreñidos, por más que también hayan sufrido algunos golpes puntuales los objetivos de los inversores. Para casi todos los países integrantes de la OCDE, el desempleo ha encontrado una inmediata explicación en la sacudida que supuso el descenso de la demanda agregada provocado por los efectos sobrevenidos de la inflación, el incremento de los precios del petróleo, el empeoramiento de las cuentas de resultados y los conflictos  laborales en el sector industrial. La lucha contra la inflación, identificada como la variable independiente para la explicación de la crisis, justificó la decisión de la subida sin precedentes de los tipos de interés. Y el aumento de los tipos de interés implicaba un serio riesgo de pérdida de competitividad de los sectores orientados a la exportación. La disminución de los costes laborales fue la respuesta escogida para impedir ese efecto indeseable.

 

No obstante, las clases trabajadoras todavía mantenían una importante capacidad de negociación y los Estados intervenían abiertamente en los mercados. Pero no tardaron en hacerse bien visibles las primeras señales de un gigantesco desplazamiento de las políticas económicas.  A partir del decisivo acontecimiento de la inflación desbocada, las políticas expansivas quedaron en entredicho, al igual que la intervención pública, incluso en sectores y ámbitos en los que su presencia había sido habitual. Las privatizaciones y desregulaciones, la externalización de servicios públicos y la flexibilización de las relaciones laborales configuraron los factores principales del proceso de involución de la política económica; todo un giro hacia la ortodoxia fiscal,  especialmente rotundo en Estados Unidos. La capacidad de compra de los trabajadores se recortaba mientras se potenciaban las rentas del capital. Las administraciones públicas también vieron cómo sus ingresos se reducían significativamente, con lo que las posibles inversiones en infraestructuras o el gasto en protección social no se libraron de los efectos sobrevenidos. Asimismo, se produjo el estallido del endeudamiento de los hogares y el correlativo incremento de las oportunidades de negocio para las entidades financieras. En efecto, los hogares trataron de cubrir sus decisiones de compra y consumo recurriendo al crédito, al objeto de afrontar los previsibles problemas que traería la irrefrenable tendencia a la baja de sus rentas salariales.

 

Los incrementos del desempleo, a partir de 1973, constituyen, asimismo, un claro indicador de la pérdida de poder de las clases trabajadoras, que no han dejado, desde entonces, de sufrir fuertes presiones por parte del capital. Entre otras, las provenientes de políticas macroeconómicas resueltamente orientadas al refuerzo de las oportunidades para la acumulación. Finalmente, la nueva forma del poder del capital global sobre el trabajo global se hizo especialmente patente en la noción victoriosa de la flexibilidad de las relaciones laborales. La nueva situación, resultante de la ruptura con los procesos típicamente fordistas, exigía la aplicación de métodos y procedimientos distintos de control de la producción en los que lo principal, en primera instancia, era la reducción de los costes. La orientación a la demanda llevó al pasaje desde la producción masiva a la especialización flexible mientras se perfilaba el nuevo trazado de coordinación horizontal e informal, el de la nueva era postfordista, la del toyotismo, en la que la organización “desburocratizada” funcionaría en la forma de redes, un modelo que no suponía una verdadera innovación pero que, en todo caso, se convirtió en una opción de aceptación generalizada. Los nuevos desafíos vendrían de la mano de una competitividad entendida como un conjunto de cualificaciones y competencias de la fuerza de trabajo nacional por relación a las necesidades del mercado global. Así, en los últimos años del decenio de los 70, acabó el ciclo de vida de un modelo de producción, el fordismo, que había contribuido, mal que bien, al mantenimiento prolongado de la paz social y el desarrollo de una clase media que, por su parte, se había revelado como el pilar más sólido del sistema social. De acuerdo con la explicación de William Robinson, el nuevo modelo productivo que desalojó al fordismo, desde el principio,  fue desarrollándose en cuatro direcciones: 1ª) Los inversores extendieron sus actividades a nuevos mercados, con  arreglo a las oportunidades que acompañaban al fenómeno de la globalización. 2ª) Los inversores adaptaron sus modalidades organizativas al nuevo escenario, con el objetivo de lograr ganancias en circunstancias diversas y, en primer lugar, en las condiciones de la desregulación de la competencia. En la gestión de los costes, la desregulación permitiría la reducción de los salarios por la vía de la creación de numerosos regimientos de reserva de mano de obra. 3ª) Los inversores podían reducir sus costes, también, adaptando, de forma inmediata, su capacidad productiva a la demanda; de ahí, la supresión masiva de empleos, la precarización generalizada, los infrasalarios, o la rigidez respecto del salario mínimo. 4ª) Los inversores podían potenciar la eficiencia de sus capitales disminuyendo los costes de producción o mejorando la calidad de sus productos o incrementando su oferta; por eso, la creciente racionalización de la gestión del capital y el trabajo, lo que significaba  un incremento del tiempo de actividad productiva de valor añadido durante la jornada de trabajo de cada asalariado y, también, un incremento de las cadencias y los ritmos de trabajo durante esos tiempos de actividad. Los dos primeros tipos de tales prácticas se reforzaban mutuamente: la resistencia de los asalariados, frente a la intensificación del trabajo, sería tanto más frágil cuanto más fuerte fuese el riesgo de perder el empleo, dada la magnitud de la tendencia a la “compresión de los efectivos”. La relación entre empleadores y empleados presentaría, en lo sucesivo, múltiples ventajas para los primeros. Que, además, se vieron muy favorecidos por la gran transformación de la organización de la producción de bienes y servicios, a saber, la generalización de métodos y técnicas orientados a las mejoras de la productividad, sobre todo, los que integraban  el pack del “toyotismo”. Ante el problema específico del logro de beneficios recurriendo a la producción de series limitadas, en Toyota tuvieron la idea de sustituir la fabricación de grandes cantidades de piezas, que requerían manipulación y almacenamiento (con el añadido del capital inmovilizado, la necesidad de grandes superficies, mano de obra especializada, etc.) por la producción de piezas en pequeños lotes según necesidades inmediatas. Este principio  también podía aplicarse a las actividades de concepción, distribución o a un lote de servicios, y fue generalizándose, durante el decenio de los años 80, al conjunto de la producción. Uno de los principales efectos fue el de la contracción de  los salarios y la intensificación del rigor en el desempeño. Así, en la técnica de los “cinco ceros” o la del “kanban”, al carecer de stocks entre las fases de fabricación, cualquier error inducía la paralización de todo el proceso de producción. El procedimiento permitía la inmediata identificación del responsable del parón total que, en los mínimos, se habría hecho merecedor del reproche de sus compañeros por su desprecio al postulado de la orientación a la calidad total o por su dudoso compromiso con la cultura de empresa. La nueva organización de la producción disponía, además de los referidos, de múltiples medios de presión sobre los asalariados, a la búsqueda indesmayable del óptimo cuantitativo y cualitativo de los procesos y los productos. Los recursos tecnológicos, aplicados a los objetos y las personas, se multiplicaron. Así, para la consecución de los objetivos de calidad  o para el mantenimiento productivo. Estas técnicas sirvieron, en primer lugar, para el logro de un objetivo funcional, el de la mejora de la fiabilidad de los procesos, y, también, para el de la integración social de todos los trabajadores de la empresa, independientemente de sus funciones en los procesos productivos. Además, junto a la utilidad de la movilización del compromiso subjetivo de los asalariados,  asomaba una función ideológica en las prácticas de las tentativas  de cohesión  comunitaria y la percepción de la convergencia de intereses entre los asalariados y la patronal. Una ilustración de las prácticas de organización comunitaria como estrategia frente a la competencia o para ocultar los abusos y contradicciones, a propósito, por ejemplo, de la distribución de las ganancias o las orientaciones estratégicas. Por cierto, tales reglas, impuestas, fueron reinterpretadas (transformadas, incluso) por los mismos trabajadores, que crearon nuevas reglas de juego para hacer más llevaderas las prescripciones de los procesos. De manera que las empresas se beneficiaron de los métodos y técnicas de optimización de los procesos productivos, no solamente a través de los objetivos funcionales sino, también, a través de los objetivos de compromiso que cristalizaron en el interés y dedicación de los obreros por sus tareas cotidianas y por los objetivos generales. Pero todavía hubo más. Se estableció la consigna de la “movilización de las inteligencias”, que expresaba la necesidad de acrecentar la circulación de la información, de la mejora de las cualificaciones y el cuidado de las competencias y, sobre todo, el enriquecimiento de las tareas y la promoción de la autonomía de los trabajadores. Si bien, ese nuevo paradigma cuajó al interior de una estructura organizativa frágil y de unas relaciones de poder que no se mostraron preparadas más que para la incorporación de algunos ajustes relacionados con las TIC. En realidad, no se produjo ninguna modificación en las jerarquías. En efecto, los procesos productivos, lejos de inclinarse por la igualación de las situaciones de los asalariados, potenciaron la segmentación y la fragmentación de las tareas, reforzando la división en la forma de un centro y su periferia. El grupo de trabajadores mejor cualificados disponía de condiciones laborales cuidadas y de salarios por encima de la media al objeto de lograr su mejor integración y, en especial, su compromiso con los objetivos y la cultura de la empresa. Para los asalariados de la periferia, se dibujaba un panorama muy distinto. Aunque no tan firmemente instalados en la precariedad como los asalariados de las empresas subcontratantes, también se vieron obligados a aceptar su nuevo estatuto de empleados intercambiables, con contratos de duración determinada, y encaminados sin remedio hacia los subempleos y los infrasalarios. De manera que los trabajadores se encontraron las puertas abiertas para gozar de la “independencia” (esto es, lo que en los países anglosajones entienden referido a la figura de los self-employed, los que aportan sus servicios, sin más) y las oportunidades de vida que les brindaba la nueva realidad de las relaciones laborales, es decir, la ruptura de los vínculos contractuales con la empresa, y fueron aceptando, con creciente resignación, las nuevas formas del mercado del trabajo, tanto más cuanto que el núcleo formado por los más cualificados y mejor remunerados se bastaba para garantizar la eficiencia de los procesos productivos.

 

En el postfordismo, la racionalización de la producción exigía la resuelta autonomía de las unidades productivas, a fin de lograr mejoras en la productividad, esto es, la cadena de mando dirigía y controlaba los procesos productivos, pero compartiendo su responsabilidad con los subordinados. También,  una serie de ajustes congruentes respecto a un sistema de producción que debía prepararse para reaccionar con celeridad a cualquier síntoma de cambio en los mercados. Es lo que manifestaría el ámbito de la denominada especialización flexible. Por más que, en realidad, el fordismo ya hubiera ido introduciendo, y a un ritmo rápido, medidas  innovadoras; en especial, en aquellos procedimientos que requerían elevados niveles de cualificación y competencia. Y aunque tales prácticas resultaron muy exigentes en inversión de capital, fueron muchas las empresas que optaron por ellas, con lo que ganaron posiciones de ventaja, y pudieron contribuir a la paulatina diferenciación de las economías de las que formaban parte y a la consolidación de ciertas ventajas comparativas en la elección de los productos y, sobre todo, en la productividad de sus plantillas. Durante el decenio de los años 80, la especialización flexible, emblemática del tiempo del postfordismo, se aplicó al dominio de una serie de competencias para atender a la flexibilidad de las tareas y la racionalización del conjunto de los procesos productivos. En la voluntarista visión de Michael J. Piore y Charles F. Sabel, se mostraba un paisaje grávido de oportunidades de autorrealización existencial por la vía del trabajo, para la construcción de una vida activa plenamente dotada de sentido. Pero el contraste con la realidad de las relaciones laborales no podía sino justificar plenamente una crítica hasta la masacre de tal perspectiva; al menos, si se reparaba en la crudeza de los subempleos y los infrasalarios,  la descualificación y la precariedad, los ejercicios de poder de los managers y la insaciable voracidad de los accionistas. Por otra parte, el excesivo endeudamiento había empujado a muchas empresas de los países más desarrollados a una imperativa redefinición de sus estrategias respecto de las competencias esenciales, las inversiones y los dividendos. En primer lugar, se deshicieron de las actividades menos rentables y comenzaron a externalizar la limpieza, la restauración o la seguridad y, después, otras de carácter estratégico, como el ensamblaje, la gestión de la información o el marketing. Se trataba de reducir costes. Los competidores de las economías emergentes aprovechaban las economías de escala a su alcance y sus menores costes salariales. Las empresas escogieron el camino de la especialización creciente trasladando los riesgos a proveedores y subcontratantes. Con esta modalidad de especialización advino, acto seguido, la desintegración de muchos conjuntos de actividades y los nefastos efectos para el empleo. Asimismo, las empresas acudían, cada vez con mayor frecuencia, y para distintos ámbitos, a trabajadores «independientes», a los autónomos. Además, las empresas de tamaño medio podían resultar más ágiles y eficientes que sus competidoras de gran tamaño, recurriendo a las redes de subcontratación de buena parte de sus producciones, con la ventaja añadida de la reducción de costes y el buen aprovechamiento de la especialización. La organización en redes, llamada a ocupar el trono de la organización jerarquizada, se adaptaba mejor a las cambiantes circunstancias de los mercados y proponía una distribución más racional de las funciones y las responsabilidades. Y la “especialización flexible” aseguraba la viabilidad de la producción de volúmenes reducidos para determinados nichos de mercados. Por lo demás, la inevitable aceleración de la adaptación a las nuevas tareas impuso la incorporación, a los procesos productivos, no solamente de tecnologías ad hoc sino, también, de trabajadores específicamente cualificados en las nuevas tecnologías.

 

En los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el marco legal de la regulación de las relaciones laborales, por una parte y, por otra, las instituciones sociales de protección social habían consolidado un ambiente favorable a las negociaciones y acuerdos entre la patronal y los obreros. Por supuesto, las relaciones entre el capital y el trabajo sufrieron muchas variaciones. Pero, al menos, pudo mantenerse, entre los obreros, una cierta capacidad de identificación de los intereses comunes. El crecimiento de la población urbana coadyuvó a la formación y solidez de las organizaciones obreras y, por tanto, a su capacidad de negociación con la patronal, de manera que el número de afiliados a organizaciones sindicales aumentó en todos los países avanzados. Al principio, el sector servicios contribuyó en poca medida a la fortaleza sindical pero, con el tiempo, los empleados de este sector, al igual que ocurrió con los del sector público, llegarían a superar en número de afiliados a los obreros industriales. Y en un escenario de bajo desempleo, lo que, a su vez, prestó una valiosa contribución a las mejoras constantes de los niveles salariales y las condiciones de trabajo. Los asalariados podían anticipar sus ingresos, dada la estabilidad de los salarios, y las distancias salariales no resultaban escandalosas; el número de horas trabajadas tendía a disminuir y los trabajadores habían logrado dotarse de sólidos dispositivos de protección legal. Además, las organizaciones sindicales mantenían, generalmente, posiciones de firmeza en las negociaciones con la patronal, aprovechando el esmero con el que los poderes públicos trataban las relaciones laborales. La capacidad  de negociación y resolución de los conflictos laborales vino muy bien para las mejoras constantes de la cualificación de los trabajadores y para la limitación de las prerrogativas y ejercicios de poder de los managers. En toda Europa, se abrieron expectativas razonables para la mejora creciente de las condiciones laborales. Sin perjuicio de los abundantes conflictos industriales de la época, especialmente, en los últimos años del decenio de los 60,  claros indicadores de una fuerte resistencia por parte de la patronal. Ahora bien, las organizaciones sindicales fueron orientándose a la defensa preferente de los sectores más favorecidos del mercado laboral. Asimismo, de modo creciente, cederían posiciones ante las prácticas del management, incluso a las más dirigidas al establecimiento de dispositivos de control y disciplina. Hasta que llegó la despolitización de las reivindicaciones. Al fin y al cabo, había que abonar la cuenta de las concesiones de la patronal, por ejemplo, en la forma de mejoras continuas de las condiciones laborales; entre ellas, las de los salarios, que propiciaron el desarrollo del consumo masivo de bienes relativamente estandarizados, por más que la relación entre la producción masiva y el consumo masivo no resultase perfecta. De hecho, la pobreza no quedó del todo derrotada y, al interior del propio mercado de trabajo, se abrieron grandes cesuras de la mano del incremento de la participación femenina,  los flujos migratorios del campo a los centros urbanos y las corrientes internacionales de migración. Estas incorporaciones conformaron un considerable potencial de trabajo barato. Y también provocaron situaciones de contradicción de intereses entre los trabajadores mejor pagados y los que ocupaban las zonas del subempleo y los infrasalarios. A partir de 1979, el orden social que anunciaba el emergente escenario del trabajo se haría especialmente patente en las economías más liberales, pero ya empezaba a mostrar sus rasgos incluso en las economías de elevada presencia pública, como las europeas continentales. Uno de los últimos episodios de resistencia obrera frente a la gran ofensiva conservadora se inició el 12 de marzo de 1984, el día en que la organización sindical de los mineros británicos, The National Union of Mineworkers (NUM), decidió lanzarse a la convocatoria de una gran huelga nacional para protestar contra el cierre de una veintena de minas de carbón. Un año después, nadie dudaba, ya, de la derrota obrera. El desenlace de este pulso entre los mineros y el thatcherismo allanó el camino a la victoria aplastante de la lógica de la competitividad global. El triunfo del thatcherismo no sería puesto en tela de juicio por ninguno de los gobiernos que sucedieron a los de Margaret Thatcher, ni siquiera por los de los laboristas de Tony Blair y Gordon Brown. Encima, las clases capitalistas transnacionales se habían esmerado en la construcción de  múltiples ideologismos respecto de los mecanismos invencibles de los mercados, los efectos benéficos de las privatizaciones,  la desregulación financiera o  la liberalización de los intercambios comerciales. Y no  faltaron las más sentidas bendiciones para el éxodo de los capitales hacia la economía financiera y la legitimación de las condiciones de competitividad del mercado global.

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