La exclusión de los excluidos

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La inexorable agregación de los expulsados del empleo y los desestabilizados de su estabilidad laboral, los asignados al precariado, resulta en un subproletariado de nuevo cuño, una capa social compuesta por los excluidos de la sociedad salarial y el mercado de las ocupaciones. Son los reclutas forzosos del batallón de castigo del ejército de reserva de mano de obra. El fenómeno de la exclusión marcha al paso de la oca, dibujando una morfología social y una distribución de estratos sin apenas precedentes. En tierra de nadie, vienen y van los subproletarios dolientes del infraempleo y los infrasalarios, los que no logran salir de la precariedad, los que sólo entran en el mercado de trabajo por la puerta pequeña de las ocupaciones peor remuneradas y los sentenciados a la marginación por, pongamos por caso, circunstancias que les convierten en víctimas propiciatorias de un ciclo negativo de naturaleza sistémica o una victoriosa estafa. Las formas de exclusión se muestran en contextos de relaciones sociales condicionadas por las categorías de la renta, la ocupación, la etnicidad, la nacionalidad o el género. Y se producen situaciones de antagonismo entre las relaciones de inclusión y exclusión. El mecanismo esencial de la integración social es el empleo. Su ausencia conduce a la exclusión social, no sólo laboral.

El de la exclusión es un fenómeno muy propio de nuestros días. Claro que siempre hubo modos de exclusión en todas las sociedades. Pero los lazos familiares o comunitarios conllevaban elementos de ayuda y socorro para muchas situaciones. Además, la expulsión del mercado de trabajo no implicaba un extrañamiento social tan radical como en la actualidad. La novedad del fenómeno de la exclusión se produce por la concurrencia de factores que constituyen un correlato al de la pérdida del empleo. Así, entre otros, la ruptura de vínculos de cooperación y solidaridad o la generación de sentimientos de culpa y frustración, que suelen llevar a los márgenes sociales. El debilitamiento de los mecanismos asistenciales de las administraciones públicas también constituye una variable independiente para la explicación de la crueldad del proceso de la exclusión. Los excluidos seguirán su camino en soledad y, muy probablemente, en situación de pobreza. Con todo, la exclusión no es un fenómeno necesariamente adscrito a la pobreza: hay sociedades pobres que mantienen lazos sociales fuertes que obstaculizan o atemperan los efectos de la exclusión de una parte de sus integrantes. En definitiva, lo privativo de la exclusión es la ausencia de relaciones sociales, de cooperación y cohesión sociales, de solidaridad. Las oportunidades sociales de los excluidos quedan laminadas en cualquiera de las formas de sociabilidad. Y no cabe esperar ningún esfuerzo de integración por parte de los excluidos merced al reconocimiento de la reversibilidad de su propia situación, o a la oclusión social de los dispositivos sistémicos, que les condena al extrañamiento. Al final, la exclusión es una manifestación extrema del “volumen extraordinario de sufrimiento”, en los términos de Pierre Bourdieu, que viene generando el capitalismo “realmente existente”.

Giorgio Agamben piensa la exclusión social como una categoría de existencia (actividad, según la idea de Hannah Arendt), como existencia de mera actividad, de vida desnuda. Si bios es la esfera de la política, de capacidad de creación de una forma de vivir, como dice Agamben, recurriendo a la distinción aristotélica, zoè designa la supervivencia, la vida desnuda de las actividades primarias y la reproducción biológica. Zygmunt Bauman añade que la exclusión es el efecto más visible de la polarización social y del volumen creciente de pobreza, privación y humillación humanas que, en los estratos más bajos, pertrechan a una infraclase formada por un heterogéneo conjunto de personas en el que el bios (la vida de un sujeto socialmente reconocido) se ha reducido a zoè (la vida meramente animal, en la que todo lo reconocible como propiamente humano ha sido mutilado o eliminado). Fuera de los confines de la sociedad, la identidad de la infraclase significa ausencia de identidad.

En efecto, tal y como había advertido Alain Minc, los excluidos no conforman una clase social sino, más bien, su propia negación. Por más que la situación de excluido tienda, tan a menudo, a convertirse en permanente. La tradición teórica marxista fijaba los límites analíticos de la distribución social del poder y la riqueza en la diferenciación de las clases; la weberiana añadía el estatus y el poder político y, de modo colateral, las ocupaciones, que deben ser desechadas como variables independientes de identidad de clase. A este respecto, las categorías socioprofesionales son meras nociones estadísticas, definiciones diferenciales orientadas a la descripción de las posiciones sociales en las jerarquías ocupacionales y algunos comportamientos sociales atingentes a las capacidades de renta y consumo, fundamentalmente. Siguiendo la comprensión weberiana, las clases sociales son agregados de individuos que comparten situaciones de clase con probabilidades de evolución diversas, en función de sus recursos y capacidades. Para la teoría marxista (ortodoxa) de las clases sociales, las clases no son categorías sociales o agregados, ni conjuntos de status, ni entramados de representaciones colectivas, ni escisiones de una conciencia común colectiva. La clase es inseparable de la conciencia de ser una clase. La clase “en sí” designa una posición de acuerdo a la estructura social en las relaciones sociales de producción. La clase “para sí” hace referencia a las clases autoconscientes. En la teoría de Max Weber, la conciencia de clase no es necesaria y, de hecho, se manifiesta de modo desigual y no en función de los intereses de clase.

Para algunas corrientes postmarxistas, la clase surge de continuas experiencias colectivas, entre marcos temporales, que se almacenan como conocimiento de clase, como conciencia de sí, no tanto por acumulación sino como plexo referencial con potencia generadora para situarse. De ahí que la formación de una clase sea función de experiencias colectivas que van construyendo una conciencia común en un proceso continuado de retroalimentación. La clase se constituye, como sujeto colectivo, mediante un proceso de subjetivación, de conciencia de clase en una formación siempre inacabada. La conciencia de clase es, pues, un conjunto de experiencias compartidas, un efecto de subjetivación no individual. Así, en la concepción de E.P. Thompson, la clase es un proceso activo y una relación histórica. Una clase es un proceso histórico. La clase social no debe ser considerada como un conjunto determinado y establecido de individuos en determinada posición social sino, más bien, como un proceso social en movimiento continuo. La clase es ajena a cualquier propiedad o cualidad permanentes. Es, mejor, un fenómeno del todo extraño a la objetivación. No podría confundirse con un estrato ni con una categoría socioprofesional ni, mucho menos, constituye una realidad institucional. La subjetivación, que produce la clase y es producida por la clase, es de naturaleza plural y procesual. Y no es objeto de ningún determinismo. La clase no puede ser pensada como estructura. Ni siquiera como identidad. Por más que las clases sociales resulten, al final, en grupos de pertenencias subjetivas, construcciones sociales y políticas a partir de vivencias comunes. Pero esta comprensión no se ha desarrollado pacíficamente. A este respecto, Stuart Hall, entre otros, no ha dejado de insistir en que son los modos de producción los que constituyen las clases. A la posición crítica de Hall se ha sumado G.A. Cohen con su observación de que la negación de una definición estructural de clase por referencia a las relaciones de producción implica que la condición de existencia de la clase sea la conciencia de clase misma. La diferenciación de las clases sociales no se fundamenta, a priori, en la subjetividad de los actores sino en los hechos, en las condiciones objetivas, en la posición en las relaciones de producción. En el capitalismo, tales relaciones se inscriben en el campo del valor trabajo. El mismo antagonismo de los intereses de las partes, esa muestra de la lucha de clases, expresa una subjetividad propia de las relaciones de clase. De manera que la conciencia de la propia situación en relación con la de los demás debería manifestarse, mejor que en la situación de clase, en el grupo de estatus. Los intereses de clase no explican satisfactoriamente (por necesarios y suficientes) la acción colectiva de una clase. En cambio, los grupos de status en relación recíproca son grupos por definición.

La identidad social es un conjunto de características definitorias y diferenciadoras, compartidas o no con otros individuos. Desde el punto de vista de la psicología social, la identidad social resulta de la imagen autoconstruida en virtud del proceso de socialización y el contexto social de integración. Se trata de una dimensión de las relaciones sociales que se resuelve en una autorrepresentación de nuestra existencia singular, una conciencia de sí. En el sentimiento de identidad se funden elementos sociales y psíquicos que se reflejan en las interacciones sociales. Así, de acuerdo con la ya clásica elaboración de G.H. Mead, el proceso de socialización propicia la interiorización de los valores grupales, el sentimiento de pertenencia a un Nosotros. La construcción social de la identidad se entiende, siguiendo, por ejemplo, la explicación psicogenética de Piaget, como un continuo que integra estructuras cognitivas y afectivas en un proceso de ajustes constantes no lineales, por asimilación (de estructuras ya construidas) y “accomodation” (reajustes de estructuras en función de transformaciones externas). Por supuesto, el proceso de socialización no escapa al influjo de las condiciones materiales de vida, del estatus socioeconómico familiar. También puede observarse la socialización como un proceso de adquisición de códigos simbólicos (constituyentes de la construcción de identidad, en un marco relacional y colectivo) de la comunidad de pertenencia. La identidad individual va modelándose en función de los ajustes de integración de rasgos comunes a la sociedad total, por cierto, cada vez menos generalizados, en virtud de la creciente heterogeneidad social, y las particularidades individuales y grupales. La identidad se construye por el camino de la socialización en un proceso de personalización y socialización entre pertenencias categoriales. Para este enfoque teórico, la identidad colectiva es el corolario de la transmisión de normas propias, de la solidez de los mecanismos de conservación de los referentes consuetudinarios, de su interiorización racional y emotiva, y de su legado en las estructuras de socialización. El fundamento primero de la identidad colectiva se proyectaría, pues, en el vector de la socialización, en el hecho de la pertenencia a una colectividad. Los grupos de pertenencia, por su parte, se distinguen según sus imaginarios colectivos, mantienen una cultura común y, en ocasiones, incluso una ideología colectiva, pero no constituyen clases sociales. Más bien, se inscriben en el orden comunitario, esto es, comparten una cierta organización de la vida colectiva. Pero la noción de grupo de estatus tampoco serviría para el análisis de la posición de los excluidos con arreglo a los conceptos del sí-mismo, ni de acuerdo con la diferenciación durkheimiana entre un ser colectivo y un ser privado, ni de los roles o las culturas interiorizadas. Desde luego, los excluidos podrían adoptar una representación de sí mismos por relación a los otros en su misma posición y a los otros de la sociedad total. Es lo que sucede en muchas biografías. Pero las de los excluidos solamente tienen en común las experiencias acumuladas de la retroalimentación positiva de su propia exclusión, la heterogeneidad de sus perspectivas y la multiplicidad de los pensamientos de su situación.

Mientras los integrados en la sociedad salarial y las relaciones de producción disponen de opciones de resistencia en virtud de las vías posibles de organización para la defensa de intereses comunes, esto es, si son poseedores de una identidad común, que les fortalece en la medida de que se trate, los excluidos están del todo inermes ante su fatum. No reconocen a sus idénticos por más que conozcan a sus diferentes y a sus enemigos. Para la determinación de su campo de acción colectiva sería necesaria la mediación de una representación común de su posición, de sus experiencias y vivencias comunes. No importan demasiado las biografías, ni se requiere la presencia de un mismo camino hasta la exclusión. En cualquier caso, los excluidos comparten, únicamente, las condiciones objetivas de su situación; y no hay nada que se asemeje, entre ellos, a una intersubjetividad activa o a un proceso de subjetivación que lleve a la identidad de grupo de estatus.

Los excluidos son los protagonistas del “sufrimiento social”, en expresión de Emmanuel Renault. El tiempo del neoliberalismo ha proporcionado magníficas oportunidades para el espectacular desarrollo del sufrimiento social. Pueden observarse, algunas, en la fragmentación social, las desigualdades extremas, las condiciones del empleo y el desempleo, y en la mercantilización de casi todos los ámbitos de la vida social. Por más que el sufrimiento causado por factores sociales pudiera convertirse en el último resorte para la lucha contra la dominación, rendidos de antemano, los excluidos no lo sentirían así. Tal es el alcance de la trágica paradoja del sufrimiento social. A fin de cuentas, el sufrimiento social es la continuación de una gran derrota, el efecto de un exceso de sumisión y la sublimación del ánimo de revuelta. Se aloja en cada individuo que lo padece y deviene una experiencia compartida con otros individuos en la misma situación; pero sin asomo de conciencia “para sí”. Pero los excluidos, sin referencias de adscripción o pertenencia a grupos sociales, suelen manifestarse desligados de cualquier suerte de estrategia común con gentes afines y, en definitiva, acaban por bajarse realmente del mundo cuando les llega la noticia de la clausura inexorable de sus oportunidades existenciales. La mera precariedad laboral ya desplaza los modos de autoconstrucción de una individualidad coligada a la normalidad de las normas sociales. La exclusión es el peor de los impedimentos para la autonomía individual; determina la “precarización de las vidas ordinarias”. Incluso, impide la consolidación de una conciencia de sí mismo, como advierte Guillaume Le Blanc. Siempre hubo en los sistemas sociales (y con mayor rigor cuanto más jerárquicamente ordenados) una inercia sustantiva entre los miembros de los estratos más bajos. A ellos han de corresponder, forzosamente, los rasgos de identificación provenientes de la carencia práctica de materiales de conocimiento y definición de su propia situación, de la invisibilidad de opciones viables de ruptura con la realidad establecida, y de la imposibilidad de gestión de los recursos disponibles para la acción social. El actual escenario de crisis profunda de la sociedad salarial presenta las mejores condiciones para la garantía de reproducción de la exclusión de los excluidos, de su ausencia de identidad.

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