Las crisis económicas anteriores a 1973 resultaron muy destructivas, obviamente, pero no se manifestaron con la frecuencia con que lo harían en lo sucesivo. Los procesos de concentración y centralización del capital parecían encaminados al incansable incremento de los riesgos de aparición de crisis. Los años siguientes traerían la crisis de la deuda de los países del Sur, y la segunda crisis del petróleo, en 1982; la crisis noruega, seguida por otras del norte de Europa, en 1987; el hundimiento de la Bolsa, en Estados Unidos, en 1987; el estallido de la burbuja especulativa japonesa, en 1989 y la crisis de 1992-93; la crisis cambiaria que obligó a la libra esterlina al abandono del sistema monetario europeo, en 1992; la crisis cambiaria europea, de 1993; la crisis financiera asiática, de 1997; la crisis financiera brasileña y la crisis de la deuda rusa, en 1998; el estallido de la burbuja bursátil de la neteconomía, en 2000; la crisis financiera turca, de 2000; la crisis financiera argentina, de 2001; la crisis financiera de Brasil, en 2002; y la crisis de los subprime, la Gran Recesión, en 2007, que afectó a Europa, sobre todo, a partir de 2008.
Durante los años 60, los países de la OCDE acarrearon con tasas de inflación similares, y la preocupación por la salud del tipo de cambio fijo fue suficiente para justificar la adopción de medidas de enfriamiento económico en las economías más amenazadas por la inflación. No obstante, el sistema de tipo de cambio fijo tuvo que hacer frente a los efectos sobrevenidos de las diferencias internacionales de las tasas de inflación: la confluencia de las explosiones salariales y los múltiples impactos del incremento de los precios de las materias primas abrió algunas brechas en la homogeneidad de tales tasas en los años 70. Y de 1973 a 1979, las diferencias se multiplicaron por tres. Las altas tasas de acumulación de capital de los años 50 y 60 habían resultado del formidable concurso de las elevadas inversiones, la notable productividad, las más que considerables tasas de ganancia, los aumentos en el gasto público y la fortaleza de la demanda, sólidamente alentada por el papel internacional del dólar. Pero todo se torció con la crisis económica mundial de 1973, que adoptó la forma de una imparable escalada de los precios de la energía y una política monetaria poco realista, y configuró el primer acto de una recesión que duraría mucho tiempo. Los años siguientes se caracterizaron, sobre todo, por una demanda constreñida por las incertidumbres macroeconómicas. Los ingresos reales se comportaron a la baja; los precios del petróleo y otras materias primas, al alza; y aunque los tipos de interés quedaran por debajo de las tasas de inflación, en términos nominales siempre parecieron excesivos. Con lo que inversores y consumidores vieron motivos sobrados para mostrarse muy reticentes frente a las urgencias de inversión y gasto. A mediados de la década, la stagflation (inflación combinada con un mínimo crecimiento económico) había erosionado muy gravemente la tasa de ganancia y la capacidad adquisitiva de los asalariados.
En 1979, en Estados Unidos, la inflación había superado el 11 por ciento. Paul Volcker, a cargo, esos días, de la Reserva Federal, bajo el mandato presidencial de Jimmy Carter, tomó la gran decisión para poner punto final al episodio de stagflation y a lo que se juzgó como variable independiente, esto es, la inflación (provocada, según los monetaristas, por la explosión salarial sobrevenida a partir de la crisis del petróleo de 1974) y la devaluación internacional del dólar. El tipo de interés real (el que resulta cuando se descuenta la inflación del coste nominal de un préstamo) dio un salto, en Estados Unidos, de su posición en negativo (que ocurre cuando el valor real de los reintegros se queda corto respecto del valor real de lo prestado) a más de un 5 por ciento. Esta medida, por su lado, actuó como espoleta de la grave recesión que se mostraría de inmediato. Eso sí, la inflación cayó del 13 por ciento, en 1980, al 3 por ciento, en 1983.
La decisión de Volcker abría las puertas a la recesión en los países del Norte y a las restricciones de las oportunidades para la exportación de los países en vías de desarrollo, que se vieron obligados a reducir los precios en aras de alguna ganancia de competitividad. En Estados Unidos, la extraña combinación, en la era de Ronald Reagan, de los altos tipos de interés y la expansión fiscal resultó muy atractiva para el capital exterior, tal y como ha puesto de relieve Robert Brenner. Al mismo tiempo, mientras la Reserva Federal se empeñaba en la puesta a punto de magníficas oportunidades para la recesión y el debilitamiento de la producción industrial, el mercado financiero iba haciéndose protagonista de la nueva representación.
En realidad, dos principios fundamentales, el libre comercio y la estabilidad monetaria, bastaron para que los inversores recibieran las benéficas señales de construcción de un entorno para los negocios realmente competitivo. Lo que, además, implicaba la adopción de medidas de lucha contra la inflación, el impulso de la austeridad fiscal (por más que se rompiera, en Estados Unidos, a partir de 1982), el retroceso de la intervención del Estado en el mercado, las privatizaciones de empresas y servicios públicos, y la desregulación financiera y la liberalización del comercio. Como no podía ser de otra manera, estas políticas resultaron incompatibles con el estatuto de las relaciones laborales vigente en los años 50 y 60, y la capacidad de acción de las organizaciones sindicales. Durante el decenio de los 80, las tasas de desempleo se incrementaron como nunca lo habían hecho desde el final de la II Guerra Mundial. Asimismo, las previsiones de gasto público y la misma solidez del Welfare State quedaron seriamente dañadas, especialmente en Estados Unidos y el Reino Unido. Las políticas deflacionistas fueron las grandes causantes del escaso crecimiento de la década. Y para mayor abundamiento, se hicieron acompañar de las políticas de privatización y desregulación que impulsaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Por su lado, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial impusieron su agenda neoliberal.
La recesión mundial de 1980 a 1982 fue el resultado previsible de todo esa conjunción de factores (unos, sobrevenidos; otros, provocados). En las economías más desarrolladas, se llevó a cabo el desplazamiento de las políticas orientadas a la protección de las relaciones laborales, el gasto público y el Welfare State en favor de políticas dirigidas a la desregulación de los mercados. Y no resultó muy difícil encontrar argumentos de justificación para tales políticas. Al fin y al cabo, la baja inflación convenía a los consumidores y, por otra parte, las “rigideces” de los mercados laborales comprometían las mejoras en la productividad y las oportunidades competitivas de las economías nacionales. Claro que las justificaciones ideológicas de los neoliberales ignoraban el desigual desarrollo de los países y los sectores, las crecientes tasas de sobreexplotación de las clases trabajadoras y la sobreacumulación de capital. Las políticas monetaristas agudizaron los efectos, ya de por sí, catastróficos, sobre el mercado de trabajo, y precipitaron la caída de la demanda. Los tipos de interés de los préstamos internacionales, que estaban alrededor del 2 por ciento en los primeros años 70, saltaron hasta un 18 por ciento, diez años después. Y la tasa de ganancia de los operadores exteriores de los grandes bancos norteamericanos creció al 60 por ciento. Los reintegros por los préstamos en vigor crecieron mientras la inflación se aliviaba merced a los tipos de interés real.
En Estados Unidos, la administración Reagan afrontó la crisis recurriendo, en parte, al denominado keynesianismo militar (que alternó con medidas abiertamente monetaristas) a fin de compensar los errores de las soluciones monetaristas adoptadas, que únicamente habían conseguido agravar la situación económica nacional reduciendo la demanda y debilitando la capacidad de acumulación de capital. El consumo, finalmente, pudo recuperarse pero la fortaleza del dólar implicaba una contrapartida a la llamada de la inversión exterior en la forma de la agudización del déficit por cuenta corriente. El tipo de cambio real del dólar se apreció en más de un 40 por ciento en la primera mitad del decenio de los 80 (El tipo de cambio real, esto es, el tipo nominal ajustado al índice de precios, suele adaptarse suavemente a los cambios en la competitividad subyacente). Tal apreciación devino del aumento de los tipos de interés decidido por Volcker y que, como es bien conocido, empujó al aumento del déficit presupuestario. Asimismo, la apreciación del dólar afectó muy negativamente a la competitividad de las exportaciones norteamericanas. De 1980 a 1985, el déficit comercial se multiplicó, nada menos, que por cinco. Ese golpe de timón de la política monetaria de la Reserva Federal apuntaba a la protección del dólar, tanto al interior como al exterior. Dada la importancia de la economía norteamericana y su influencia en la determinación de los tipos de interés, tal decisión resultaría trascendental. Por más que, en realidad, la Reserva Federal estuviera siguiendo la senda marcada por Alemania, que había mantenido unos tipos de interés relativamente elevados durante los años inflacionistas del decenio de los 70. Por su parte, el gobierno de la señora Thatcher también había empezado a apretar las tuercas a la economía real (antes de que lo hiciera Volcker). El aumento del tipo de interés de 1979 supuso, tal y como ha observado Giovanni Arrighi, no sólo que el gobierno de los Estados Unidos alimentara el sistema con liquidez; lo más importante fue que se dispuso a competir agresivamente por el capital mundial. Y no únicamente con los altos tipos de interés sino, también, mediante exenciones tributarias y mejoras de la capacidad de movimientos para los capitalistas, productores y especuladores; y con la apreciación del dólar, provocó la desviación masiva de flujos de capital hacia Estados Unidos. Los elevados tipos de interés en ese país despertaron, pues, la atención de los inversores, incluidos los de países en vías de desarrollo muy endeudados, que pronto necesitarían perentoriamente ese capital expatriado para hacer frente a sus obligaciones de reintegro. La combinación de ambos factores, los altos tipos de interés y la expatriación de capitales, conformó un panorama catastrófico para las economías endeudadas que, a la vista de sus obligaciones de pago, se vieron obligadas al logro urgente de incrementos de los ingresos procedentes de los intercambios con el exterior, y a costa de su consumo interior. De 1979 a 1982, las políticas de los países en vías de desarrollo, basadas hasta entonces en el impulso de la capacidad productiva doméstica, acompañada, en algún caso, de redes de protección social, dejaron paso a la nueva estrategia de prosecución de oportunidades de comercio a través de los incrementos de las exportaciones y la disminución de las importaciones. Es decir, se vieron en la tesitura de la inevitable orientación al ejercicio de sus ventajas comparativas en la economía global. Pero la disminución implacable de los precios de buena parte de los bienes producidos en las economías endeudadas, especialmente en el primer tercio del decenio de los 80, redujo drásticamente su capacidad de reintegro hasta bien entrados los años 90. Y las medidas tendentes al control de la inflación jugaron, asimismo, un papel crucial para el descenso de la demanda. Incluso, la aparición de productos alternativos a los exportados por los países en vías de desarrollo contribuyó a la materialización de la práctica imposibilidad de hacer frente a los pagos para algunas economías. Lo que, a su vez, sirvió para justificar las restricciones crediticias y para que el Fondo Monetario Internacional desempeñase, en adelante, una explícita función de vigilancia y disciplina financiera que extendió a todas las economías, tal y como ha subrayado Ray Kiely, con otros muchos.
En los años 70, muchos países latinoamericanos habían logrado importantes cotas de crecimiento merced al crédito proveniente de los petrodólares depositados en los bancos europeos y que destinaron al pago de las importaciones de recursos energéticos y equipamientos industriales. La oferta de dinero fue muy elevada, incluso con intereses efectivamente negativos descontando la inflación. Además, los petrodólares permitieron soslayar la vía de la financiación asociada a la inversión exterior y, sobre todo, la condicionalidad frecuentemente ligada a los préstamos concedidos por gobiernos o instituciones internacionales. La decisión de Volcker rompió esa dinámica con el alza de los tipos de interés. La magnitud de los impagos llegó a ser tan amenazante que se temió una debacle para el sistema bancario internacional. Los países en vías de desarrollo tuvieron que regresar a la tutela del Fondo Monetario Internacional, bien que aceptando condiciones muy severas, tal y como han explicado Susan Strange, Stuart Corbridge o Robert K. Schaeffer, entre otros. Los deudores debían abrirse a las privatizaciones y a las inversiones exteriores y de cartera. Se contaba con que el incremento de los intercambios comerciales trajera importantes aumentos de las ganancias de las exportaciones y, por tanto, mayores probabilidades de pago de la deuda, por más que se hubiera incrementado, que fue precisamente lo que pasó. Como era de prever, ese esfuerzo sirvió de bien poco para el crecimiento de las economías nacionales concernidas. Las políticas impuestas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial pretendían la corrección de las “ineficiencias” de las economías endeudadas, básicamente provocadas, denunciaban los monetaristas, por el empeño intervencionista de los Estados, que impedían el disfrute de las oportunidades del mercado global, aunque fuera en nombre de la protección de los intereses domésticos. El desigual desarrollo sistémico no contaba. El problema radicaba, claro, en el exceso de gobierno. El culpable de la crisis de la deuda tenía que ser el mismo que el de la inflación y la subsecuente recesión de los 70. Las economías se veían ante la urgente necesidad de proceder a ajustes profundos para la mejora de la competitividad de sus exportaciones, lo que les permitiría captar recursos para hacer frente a sus obligaciones de reintegro.
Las políticas de ajuste estructural, muy semejantes para todos los países endeudados, consistían, en primer lugar, en la potenciación de medidas encaminadas a la apertura de los mercados, con la pertinente inmediatez de la devaluación de sus monedas al objeto de abaratar sus exportaciones; de la reducción del gasto público para la lucha contra la inflación; y de reducciones salariales para la recuperación de incentivos empresariales. Estas medidas se relacionaban estrechamente con las políticas de estabilización del Fondo Monetario Internacional, y de su materialización (por cierto, muy desigual y limitada) dependía la concesión de nuevos préstamos. Desde luego, los bancos occidentales no se vieron coaccionados por las mismas cautelas. Pero el entusiasmo que despertaban las prácticas de libre mercado no fue óbice para la conversión de la deuda privada en deuda pública, en el caso de los deudores occidentales.
El escenario con el que dio comienzo el decenio de los años 80, pues, constituyó la sopa primordial para el desarrollo del neoliberalismo, la más contundente respuesta a la crisis económica de los 70 que, a su vez, puso punto final a la edad de oro del capitalismo de la postguerra. De modo que la crisis potenció la recuperación aplicada de las tesis neoclásicas. En los años finales de la década de los 70 parecía fuera de discusión que las políticas keynesianas, que habían suministrado el marco teórico de las políticas económicas de los años de crecimiento, merecían una profunda reconsideración. De hecho, se habían convertido en un trampolín para los problemas que traía la inflación. Y en un contexto de caída de la tasa de ganancia, de tipos de cambio flotantes, gasto público creciente y desaceleración del incremento de la productividad. Las proposiciones de Hayek y Friedman representaban el retorno a un liberalismo decididamente antiestatalista y una clara voluntad de proceder a la desregulación, de entrada, de los mercados financieros y a la liberalización de los intercambios comerciales. Sus principios de justificación epistémica recogían la reivindicación de la validez de la Ley de Say y el supuesto hallazgo de la teoría de la cantidad de moneda. En efecto, el primer dogma del monetarismo exigía el desarrollo de restricciones a la oferta de dinero y el control de sus variaciones en función del crecimiento económico. Y la lucha contra la inflación se revelaba como la gran medida.
Las políticas contra la inflación atañen a la relación de oposición entre dinero y crédito. Por supuesto, la determinación de los tipos de interés, los tipos de cambio y la oferta de dinero no se reduce a una cuestión técnica sino que se muestra ligada a intereses políticos de protección del capital o el trabajo; de la exportación o la importación; del capital financiero o la producción industrial. Por más que la gestión del dinero y las finanzas se presente, a menudo, como un modelo técnico, neutral y sin ideología. No hay más que fijarse en la línea de actuación del Banco Central Europeo para que, de modo inmediato, quede rotundamente desmentido tal embuste. Y hay pocos instrumentos de poder político más eficientes que la política monetaria.
Los monetaristas consideran errónea la proposición keynesiana de que la política monetaria actúa solamente de modo indirecto, provocando cambios en los tipos de interés que, a su vez, se proyectan en la demanda agregada y, después, en los precios, el PIB real y el empleo. Para el monetarismo, los cambios en la oferta de dinero determinan los cambios en los precios, el PIB real y el empleo. Cuando la oferta de dinero se expande en exceso, cabe anticipar una elevada tasa de inflación. Partiendo de la escuela clásica, creen que el sistema de precios es la clave para el análisis macroeconómico, hasta el punto de que adquiere el rango de teoría, la teoría cuantitativa del dinero. Tal teoría viene a explicar que entre la cantidad de dinero en circulación y el nivel general de precios existe una estrecha relación, de manera que cualquier cambio en la oferta de dinero provocará un cambio proporcional en el nivel de los precios. Así, consideran los monetaristas que la causa de la inflación es un exceso de dinero en circulación. Los demás factores no monetarios apenas si cuentan. Desde luego, en nuestros días, los monetaristas ya no se refugian en las conjeturas de la teoría cuantitativa del dinero. No obstante, para la lucha contra el desempleo y la inflación, las prescripciones monetaristas insisten en que la oferta de dinero se sitúe en el nivel apropiado, esto es, para preservarse de los periodos de inflación o desempleo, el aumento de la oferta de dinero debería mantenerse en una proporción constante año tras año. Claro que, a estas alturas, nadie ignora las dificultades de medición de la masa monetaria en circulación. Además, la complejidad de la determinación de la oferta de dinero ha sido repetidamente admitida por los bancos centrales. Y a pie de obra, las tesis monetaristas se vieron también desmentidas por el hecho de que la desregulación financiera, de la que la señora Thatcher fue pionera merced a algunas decisiones puntuales, constituyó toda una verificación de la imposibilidad de control de la oferta de dinero.
A pesar de todo, para los analistas neoliberales, rendidos al éxtasis monetarista, las crisis de 1973-75 y 1980-82 resultaron de la excesiva expansión del crédito, de manera que la moraleja iba de suyo: una política monetaria apropiada, de carácter restrictivo, se revelaba como la gran solución (y su correlato: la promoción de la liberalización de las relaciones comerciales, el retroceso de la capacidad de intervención de los Estados en el mercado, la prioridad del control de la inflación sobre el pleno empleo, etc.) Este modo de comprensión del desarrollo de ambas crisis hizo fortuna, especialmente, en el decenio de los 80. No importaba que, en el decenio anterior, la facilidad de acceso al crédito y la inflación hubiesen convivido con el desempleo, por ejemplo. Compartiendo mesa y mantel con la decisión de Volcker, la solución de Friedman solamente sirvió, al final, para que los elevados tipos de interés impidiesen las inversiones productivas o para que las deudas de empresas y hogares se convirtieran en montañas imposibles de escalar; para agravar la recesión, en definitiva.