En el uso común de la palabra tolerancia confluyen distintos sentidos. Primero, el más eximio: la tolerancia hacia los contenidos y bienes asociados a las libertades más fundamentales, como las de expresión, pensamiento, ideología o creencia. Y eso aunque, o precisamente cuando ese pensamiento, esa ideología o esa creencia sean diferentes e incluso contrarios a los nuestros. Se trata de propiciar una convivencia respetuosa y pacífica, crucial en sociedades pluralistas donde la libertad de decidir por uno mismo constituye un valor único. Esta forma de tolerancia constituye un deber cívico de todos.
Hay un uso más laxo del término por el que nos referimos a aquellas cosas que hay que tolerar –incluso, en ocasiones, soportar resignadamente– en la vida cotidiana, aunque tampoco nos gusten o incluso puedan molestarnos. Se trata de decisiones acerca de cómo se quiere vivir, menos fundamentales que las primeras pero que pueden afectarnos más en el día a día: desde una indumentaria hasta una afición, pasando por costumbres o modos de vida particulares. Ser tolerantes en este sentido es una virtud que debemos cultivar, ya que suele ir unida y ser un corolario de la tolerancia primera.
El discurso a favor de estas dos formas de tolerancia hace que en ocasiones se nos cuele otra que en realidad no lo es: la ‘tolerancia’ entendida como indiferencia, como pasotismo, que no conduce al pluralismo sino al relativismo. Se trata de cuando se aceptan prácticas y situaciones que en realidad son intolerables: como la violencia o la corrupción; la avaricia desenfrenada, el despilfarro o la pobreza sangrante. En nuestras sociedades consumistas y neoliberales hay una cierta tendencia a confundir la tolerancia legítima con este indiferentismo moral del todo vale, pues resulta muy cómodo y nos permite disfrutar de nuestra suerte sin preocuparnos de nada –ni nadie– más allá de nosotros mismos. Hace ya medio siglo que Marcuse denunciaba esta falsa forma de tolerancia como una tolerancia represiva, al servir para ajustarnos al statu quo y evitar tener que cambiarlo.
Como profesor –y además de ética– una de las tareas más difíciles es enseñar a no confundir la tolerancia con el todo vale; a saber combinar la tolerancia como deber y como virtud con la indignación moral: la capacidad de indignarse y reaccionar ante los males y las injusticias. Si la tolerancia se debilita peligra nuestra vida común en libertad; pero también peligra a la larga si no somos intolerantes con los males de esa vida.
Pero como invitar a ser intolerantes resultaría equívoco, ha venido en nuestra ayuda una expresión que resulta muy útil: tolerancia cero. Así, debemos ser tolerantes a limine, pero el umbral de tolerancia debe reducirse en ocasiones a cero –es decir, no transigir ni aceptar algo– cuando se trata, por ejemplo, de pederastia, violencia machista o bullyng; o, en menor medida de gravedad pero más frecuentemente, de falta de respeto, plagio o mentira. Es necesario pues enseñar tanto a tolerar como, allí donde es necesario, a reducir esa tolerancia a cero cuando se trata de males a los que debemos hacer frente. Sin esto hablar de ética no tendría sentido.
(*) Este artículo apareció publicado en la Revista El Ciervo. Revista de pensamiento y cultura, año LXV, núm. 758 (julio-agosto), pág. 15.