Nuevo ciclo de cine sobre poder e información

XI CINE FORUM: Seguridad, Información y Poder

Este miércoles 18 se inicia el Ciclo de Cine Seguridad, Información, Poder con el film de referencia sobre el Caso Watergate, Todos los hombres del presidente. Los siguientes tres miércoles se proyectarán El hombre más peligroso de América, Mad City y El Quinto Poder, todos a las 18 horas en el Palacio de Colomina. La asistencia es gratuita y las proyecciones irán acompañadas de una breve presentación y un coloquio al acabar. A continuación, alguna información sobre las películas y una reflexión más amplia sobre las cuestiones que plantean.

Este nuevo Ciclo de Cine que lleva por título Seguridad, Información, Poder es una continuación del que se realizó con gran éxito de público el año pasado y que se titulaba  Retratos del totalitarismo. 

En aquella ocasión, se trataba de abordar diversos aspectos de una sociedad totalitaria. Uno de ellos era el control de la información y la censura que planteábamos con la película de François Truffaut Fahrenheit 451, una distopía totalitaria en la que los bomberos no apagan incendios sino que los provocan para quemar los libros y que nadie pueda leer (1).

Pero las tensiones entre poder e información no desaparecen sino que aumentan en una sociedad democrática, precisamente porque en ella no se ‘resuelven’ de un plumazo como en un sistema tiránico o dictatorial, prohibiendo o censurando sin más.

Está en la naturaleza del poder aspirar siempre a expandirse y abarcar más, incluso en democracia.  Y precisamente lo característico de un régimen democrático es que le pone límites al poder: lo divide, lo sujeta a leyes y procedimientos públicos, le exige trasparencia y rendición de cuentas, se mantiene vigilante respecto a quien lo ejerce y lo sustituye cuando la mayoría así lo quiere. Al menos en teoría, ya que si la ciudadanía se duerme o se relaja el poder irá sometiendo todo a sus intereses y engañando a la sociedad hasta que ésta acabe inundada de corrupción y derroche. ¿Les suena?

Aunque a menudo se entremezclan, el poder y la seguridad no son lo mismo. Lo característico de la seguridad es que las restricciones a la libertad de las personas que impone son en beneficio de ellas y del conjunto de la sociedad. No responden pues a un ejercicio discrecional del poder, sino al criterio experto de lo que en determinadas circunstancias es necesario hacer para bien de todos. Así, prohibir conducir después de ingerir alcohol no es una decisión arbitraria del poder sino una medida de seguridad vial basada en los efectos fisiológicos comprobados del alcohol; y beneficiosa para todos. En una sociedad libre estas restricciones deben ser las mínimas, estar justificadas por el criterio experto y aceptadas por procedimientos públicos.

En ocasiones, cuando el poder quiere sobrepasar sus límites lo hace diciendo que es por motivos de seguridad: traerá a colación las recomendaciones de (sus) expertos y dirá que es por el bien de toda la sociedad. La frontera que marca la diferencia entre la seguridad legítima y la excusa que responde a los intereses o la ideología particular del poder es una de las más sinuosas. Además cambia continuamente con las nuevas amenazas –desde una enfermedad contagiosa a una forma de terrorismo nuevos–,  los inventos y descubrimientos –como un arma o un virus informático nuevos–.

Parte crucial de la vigilancia que debe mantener la sociedad para que el poder no se sobrepase o anteponga sus intereses la lleva a cabo el periodismo, la actividad informativa de los medios y el libro flujo de la comunicación social. También deben estar atentos a los motivos de seguridad: a través de la información y el debate colectivos debemos esclarecer si los límites a la libertad de acción están justificados o son un exceso más del poder disfrazado de buen leñador, como en el cuento.

De ahí a su vez el interés del poder por acallar o controlar a los medios, restringiendo o manipulando la información. Algo que en nuestro país suelen experimentar en primer lugar los medios públicos controlados por el poder político, hasta que dejan de cumplir su función. ¿También les suena?

Por último, los medios pertenecen a empresas que buscan su beneficio y están hechos por personas con sus propios intereses y deseos. Y en consecuencia no siempre hacen un uso correcto de la libertad de que disfrutan. La libertad de la que gozan los medios para vigilar al poder puede convertirse entonces ella misma, si se emplea irresponsablemente, en un riesgo para la seguridad. De ahí la importancia crucial de que los medios usen responsablemente su libertad y cuenten para ello con mecanismos de autorregulación que supervisen a los propios medios y contribuyan a encaminarlos hacia un uso correcto de su libertad (2).

Se trata de cuestiones complejas que se explican fácilmente en teoría pero que en la realidad se complican infinitamente, tanto como cambian las circunstancias de cada caso. De ahí la importancia de los ejemplos para aprender. Y la utilidad del cine, ya que permite familiarizarnos con algunos de estos casos al menos lo suficiente para poder aprender y reflexionar sobre ellos. Si además la película es buena, lo hacemos pasando un buen rato.

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Todos los hombres del presidente

La primera de las películas del Ciclo, dirigida por Alan J. Pakula y ganadora de cuatro Oscar, es también la que más información ha generado. Refleja de manera excelente la función de watch-dog (perro guardián) que la prensa debe cumplir en una democracia, siguiendo el argumento del libro de igual título que publicaron en 1974 los dos periodistas del Washington Post, Carl Bernstein y Bob Woodward –que después llegaría a ser también su Director– que protagonizaron este caso. Se trata del Caso Watergate que obligó a dimitir al Presidente de EEUU, Richard Nixon, al haber utilizado los instrumentos del Estado para beneficiarse él y su partido, el Republicano. Aunque inicialmente el caso no parecía especialmente relevante fue la labor tenaz de los periodistas del Post la que acabó dándole toda su dimensión, ya que en juego estaba la tentación del poderoso de perpetuarse utilizando los recursos del poder, en este caso para espiar a sus rivales.

Quienes conocimos el final del franquismo veíamos en la historia que cuenta esta película un referente de la grandeza del sistema democrático y del papel de la prensa en él: un sistema en el que unos periodistas de a pie, todavía jóvenes y poco conocidos –como en cierta medida los propios actores que los representan, Robert Redford y Dustin Hoffmann–, con el único recurso de la información y el papel impreso podían provocar la dimisión del Presidente más oscuro del país más poderoso del mundo. Algo absolutamente inimaginable por entonces aquí. Aunque al parecer también ahora que hemos visto publicados los correos animosos de nuestro Presidente a un extesorero de su partido en prisión, las páginas de la caja b del partido en el poder y de los sobresueldos que habrían recibido bastantes de sus líderes y… ¡no pasa nada! Suerte que nos quedan los tribunales.

Pero el caso que nos ocupa es también famoso por otro motivo: por las relaciones de confidencialidad que los periodistas establecieron con la fuente que les fue guiando y desvelando la información del caso, al que por una anécdota recogida en la película, dieron en llamar con el título de una famosa cinta porno de aquellos años: Garganta profunda. Los periodistas mantuvieron en secreto la identidad de esta fuente no sólo entonces sino varias décadas después, cuando podían haber obtenido mucha publicidad y dinero revelándolo. Tanto por los efectos que provocó, como por el secreto que le acompañó durante años y las muchas especulaciones que alimentó una y otra vez, ha pasado a ser la fuente confidencial más famosa de toda la historia del periodismo.

Fue la propia fuente la que ya al final de su vida, hace apenas unos años, quiso desvelar públicamente que había sido él, un directivo del FBI, el que había puesto freno con sus revelaciones al uso incorrecto del poder. Mark Felt, que así se llamaba, ni siquiera contó a su familia que él era la famosa fuente confidencial hasta el año 2002, y en 2005 lo reveló públicamente en la revista Vanity Fair: «I’m the Guy They Called Deep Throat«. Él nunca se sintió orgulloso de haber tenido que cumplir aquél papel pero debió morir más tranquilo años después, en 2009, no llevándose este secreto a su tumba. Quizás también un modelo a seguir para los muchos funcionarios que al parecer no habrían actuado igual en nuestro país en estos últimos años y que por ello mismo ahora se están viendo arrastrados al paro, la inhabilitación o incluso la cárcel sin haber hecho nada; nada en un doble sentido: ni para beneficiarse de la corrupción ni para impedirla o denunciarla.

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El hombre más peligros de América: Daniel Ellsberg y los papeles del Pentágono

Esta vez fue el New York Times el periódico al que le llegó una bomba informativa: un informe secreto sobre la guerra de Vietnam que desvelaba que el conflicto bélico más dramático tras la Segunda Guerra Mundial, donde murieron miles de estadounidenses y millones de vietnamitas –de hecho siguen muriendo y naciendo con malformaciones por las lacras derivadas de aquel conflicto–, había sido en gran medida auspiciado y planificado por la propia Administración estadounidense. Fue otro funcionario, Daniel Ellsberg, el que desveló esta información. Y no lo hizo por despecho partidista sino por lealtad democrática, no lealtad a quien ocupa el poder sino a los principios que deben guiar una auténtica democracia: la verdad y el empleo de medios moralmente legítimos para alcanzar sus fines. Y ambos principios habían sido violados en este caso.

Esta vez nos lo cuenta un documental –dirigido por Judith Ehrlich y Rick Goldsmith y estrenado en 2009–. Pero fue otro periódico, el New York Times, el que enfrentó un grave dilema al publicar estos Papeles del Pentágono (3). Publicar significaba que  la credibilidad y legitimidad de su país y su papel de potencia buena mundial de la Guerra Fría iban a quedar en entredicho y dañados. Por ello el mensajero y su fuente fueron acusados de ser enemigos y traidores del país y su seguridad. Algo que se ha repetido con las revelaciones de estos últimos años de los nuevos ellsbergs: el soldado Manning o el consultor tecnológico Snowden. Pero estaba en juego una violación radical de los supuestos del ordenamiento democrático: un engaño gigantesco a la nación y un caso terrible de dirty hands, de usar el poder para tomar decisiones totalmente inmorales, manchándose las manos de sangre por motivos en los que la seguridad del país y los intereses de los poderosos se entremezclan. Maquiavelo revivido en democracia.

La revelación de estos documentos no tuvo el efecto inmediato que había esperado quien tanto se había jugado al desvelarlos. Pero posiblemente se trataba de una reacción más lenta, más a largo plazo.

Fue en manos de algunos filósofos de la política y la ética donde el caso alcanzó toda su dimensión: ¿puede una democracia usar técnicas anti-democráticas e inmorales aun suponiendo, cosa dudosa también, que sea por la seguridad del propio sistema?  Uno de estos teóricos fue la protagonista de una película de nuestro anterior Ciclo y que Vds. ya conocen: Hannah Arendt. De nuevo su voz independiente lanzaba un mensaje crítico y novedoso: no sólo estábamos ante un evidente caso de engaño político a la nación sino ante la deriva peligrosa de un gobierno de expertos y tecnócratas capaces de decidir en sus despachos fría y técnicamente el destino fatal de millones de personas. Junto al descubrimiento de esta verdad sobre los peligros de una democracia ‘profesionalizada’, Arendt concluía recordándonos lo que no había cambiado:

“Se ha demostrado ahora lo que se había señalado a menudo: mientras que la prensa sea libre y no esté corrompida tiene una función enormemente importante que cumplir y puede ser justamente denominada la cuarta rama del Gobierno. [Aunque también añadía] Cuestión muy distinta es si la Primera Enmienda bastará para proteger esta esencialísima libertad política, este derecho a la información no manipulada de los hechos, sin el cual toda libertad de opinión se torna una burla cruel.» (4)

Lamentablemente, no acabaría el siglo XX sin que el mundo fuera testigo de una nueva gigantesca mentira del poder ¿democrático? para provocar otra guerra, causar cientos de miles de muertos y dejar como herencia un caos cuyas consecuencias fatales se habrán de experimentar –en forma de terrorismo– durante muchos años. Es el apellido Bush el que irá ahora unido a estas nuevas mentiras en las que tanto se entremezclaban seguridad geoestratégica e intereses petrolíferos. Aunque el poder supuestamente democrático no volviera a estar a la altura, sí lo estuvo esta vez la sociedad civil. Algunos líderes decidieron poner en marcha esta nueva guerra absurda, estirando luego cómodamente sus piernas sobre la mesa de sus despachos. Pero esta vez su decisión motivó las mayores manifestaciones conjuntas de la historia humana: decenas de millones de personas clamando a la vez en todo el planeta contra la guerra y las mentiras de destrucción masiva. Esto fue lo nuevo en esta ocasión. Quizás un fruto tardío de los Papeles del Pentágono.

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Mad City

Con esta película cambiamos aparentemente de registro: de la realidad dramática a la ficción dramática. Pero aunque se trate ahora de una historia ficticia y de un suceso rocambolesco, en seguida verán que está muy relacionada con el resto. También cambian los medios protagonistas: ya no son periódicos sino televisiones. Y tampoco es la función de vigilar al poder la que les guía sino su deseo de éxito y de audiencia. Todo esto va a invertir la lógica de las cuestiones que nos ocupan: ahora será la actuación de la televisión la que supondrá un riesgo para la seguridad.

El argumento está muy lejos del tono más informativo de las anteriores películas de su director, Costa Gravas, como Z o Missing. El film resulta intencionadamente histriónico, exagerado, pero precisamente para reflejar mejor la conducta de las televisiones desde que hace unas décadas iniciaron su descenso en tromba hacia la telebasura. Estrenada en 1996, su argumento es  un triste reflejo de nuestro tiempo: el vigilante de un Museo es despedido por los recortes y no tiene otra ocurrencia que volver armado al lugar para denunciar su caso. Pronto, combinadas una decisión irracional y las armas, la situación se le va de las manos. Ese mismo día además visita el Museo un grupo de escolares, que se convierten en sus rehenes. Y para colmo de las casualidades también hay un periodista y un móvil. El cóctel perfecto para subir la audiencia.

El periodista involucrado es un presentador veterano y en decadencia, que ve en este caso la oportunidad para volver al centro de la escena y del éxito. Curiosamente, este periodista decadente está protagonizado por el mismo Dustin Hoffmann de la primera película; como si el actor pudiera reflejar así la evolución del periodismo a lo largo de los últimos cincuenta años: desde su actuación modélica en el caso Watergate a la degeneración de la telebasura. Pronto, a las puertas del Museo y mezclándose con el propio acontecimiento, las televisiones montan su sets en directo e inician su propia lógica del espectáculo. Como resumía el lema de la película: “Un hombre cometerá un error; otro lo convertirá en espectáculo”. O parafraseando otro lema famoso: “Es la audiencia, estúpido”.

Más allá del caso narrado, la película invierte las tornas de las anteriores: ahora es la actuación irresponsable de los medios de comunicación y su involucración directa en los acontecimientos lo que plantea un riesgo añadido para la seguridad. ¿Ficción o realidad? Hemos tenido que recurrir a una película de ficción porque las que contarán hechos reales de este tipo aún no se han rodado: sólo porque son casos demasiado recientes. Y además los más graves: los de terrorismo.

Pues esto fue lo que se vivió en el atentando de Bombay de 2008. Los periodistas y medios revelaban tan en directo –a través de sus tuits, Internet o la televisión– la actuación de las fuerzas de seguridad que los terroristas podían estar informados de sus movimientos durante el propio desarrollo del atentado. Los terroristas también llamaron a la televisión para difundir su mensaje y sus exigencias, si bien hay que decir que sus responsables trataron al menos de convencerles de que se entregaran sin causar más daño. Los medios y sus profesionales convertidos en actores de los propios acontecimientos…sólo que sin ser expertos en seguridad ni tener ésta como su prioridad.

Algo parecido acaba de ocurrir en el terrible atentado de Charlie Hebdo. El atentado iba dirigido al corazón mismo de lo que representa y significa la libertad de expresión. Pero la actuación de algunas televisiones también ha puesto de relieve los riesgos de un mal uso de esa misma libertad. Cuando escribo estas líneas acaba de publicarse un comunicado del Conseil Superieur de l’Audiovisuel (CSA), el organismo que supervisa en Francia la actuación de sus televisiones, y ha dictaminado, tras estudiar su actuación, que varias de ellas vulneraron el respeto a la dignidad humana y pusieron en riesgo la seguridad de ciudadanos. De enorme gravedad y totalmente irresponsable fue la difusión por tres cadenas de televisión francesas de informaciones de que había personas escondidas tanto en las instalaciones del supermercado como de la imprenta cuando los terroristas todavía estaban allí, lo que ponía en grave riesgo su vida. Y tampoco faltó una televisión, la cadena BFM, que entrevistó telefónicamente a los terroristas cuando estaban en la imprenta, si bien en este caso esperó al menos a la resolución de la situación para difundirla y eliminó los pasajes que consideró propaganda terrorista.

Algunos directivos de la televisión han respondido en su defensa que “no habían recibido consigna alguna sobre cómo actuar”. Esta queja tiene algo de absurdo y algo de lo que aprender. Lo absurdo es evidente: las fuerzas de seguridad debían ocuparse de los propios acontecimientos, lo bastante graves como para tener que supervisar a la vez a las televisiones. Y algo que aprender: en el mundo del directo se plantean nuevos retos a la seguridad que deben ser abordados mediante la colaboración entre los expertos en seguridad y los propios periodistas y medios, elaborando protocolos para su correcta actuación y olvidando totalmente la lucha por la audiencia. No puede ser que la tarea de informar y la libertad de que gozan los medios para ello se convierta en un riesgo añadido para la seguridad de las personas y la mejor resolución de estas situaciones.

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El quinto poder 

Con la última película del Ciclo llegamos al presente más inmediato. El de Internet y la vigilancia masiva de los ciudadanos con las nuevas tecnologías y el de un protagonista cuyo caso aún está abierto: Julian Assange. De hecho la película –dirigida por Bill Condon y estrenada en 2013 – tan sólo puede contarnos el comienzo de la historia ya que el final aún se está escribiendo.

De nuevo volvemos a la tensión entre el poder que miente e invade la vida privada de los ciudadanos por motivos de seguridad y quienes no aceptan estas prácticas y están en condiciones de denunciarlas. Pero esta función ya no la cumplen los periódicos, demasiados acoplados al poder de turno, ni las televisiones convertidas en grandes empresas, sino Internet, la web y quienes la conocen en profundidad. La película nos narra los inicios de lo que llegará a ser WikiLeaks y la nueva generación de protagonistas de la comunicación global.

Pero aunque cambian los medios no lo hacen otros rasgos de la historia: como la venganza del poder que cae con fuerza sobre quienes han osado hacerle frente y los héroes de esta historia pasan a ser nuevamente traidores y criminales, detenidos, retenidos o reclamados, privados en todo caso de libertad. Estos días informaba el gobierno inglés que el dispositivo de vigilancia para que Assange no salga de la embajada londinense de Ecuador donde está refugiado lleva consumidos 9 millones de libras (!). Al mismo tiempo, tanto los gobiernos de EEUU como del Reino Unido han suspendido los programas de escucha masivos que habían puesto en marcha para hacer frente al terrorismo –y mediante los que escuchaban a gente tan sospechosa como Angela Merkel o algunas grandes empresas europeas– por considerarlos contrarios a los derechos y libertades fundamentales. Seguridad, ¿qué seguridad?

Sin embargo las revelaciones de WikiLeaks también supusieron sus dosis de riesgo para algunas personas. Al revelar toda la información en bruto y sin filtro alguno se difundieron datos que nunca debían haber salido a la luz: como nombres y datos de confidentes que habían colaborado en la lucha contra el terrorismo y cuya vida se veía ahora gravemente amenazada en algunos países. No siempre se requiere publicarlo todo. Si los periodistas del Caso Watergate hubieran desvelado su fuente, su historia se habría acabado antes de comenzar. No lo hicieron por conocer bien su función. Por eso, en plena eclosión del periodismo ciudadano y la circulación masiva de ¿información?, necesitamos más que nunca de periodistas que sepan discriminar lo que es relevante, lo que debe ser publicado,  lo que necesitamos saber para entender un poco mejor este entorno cada vez más complejo. Y mantener así en lo posible el ejercicio del poder  al servicio de la democracia y sus ciudadanos.

 

Referencias

(1) Basado a su vez en la novela de igual título de Rad Bradbury, de la que hay diversas ediciones.

(2) Para conocer estos mecanismos, v. Hugo Aznar (2011): Comunicación responsable. Barcelona, Ariel, 2ª ed.

(3) Se trataba de varios volúmenes de un Informe en el que se esclarecían las decisiones que habían llevado a la Guerra de Vietnam. Su realización había sido encargada por el Secretario de Defensa, Robert McNamara, en 1967, y se mantenía en secreto bajo el burocrático título –sobre todo si pensamos en los horrores de la Guerra de Vietnam– de “Historia del Proceso de Formulación de Decisiones de los Estados Unidos acerca de la Política en Vietnam”.

(4) Se trata del texto “La mentira en política. Reflexiones sobre los Documentos del Pentágono”, recogido en Hannah Arendt: Crisis de la república. Madrid, Taurus, 1998, págs. 9-55. La cita es de la pág. 53.

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