La pregunta que lanza Jesús al final del Evangelio de este domingo es un interrogante a cada uno de nosotros: «Y tú, ¿confías?». Después de todo, ¿Dios encontrará fe en tu corazón? Para responder, es bueno que nos dejemos interpelar por las lecturas de este domingo del tiempo ordinario.
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El Señor quiere enseñar a sus discípulos que es necesario orar siempre, sin desfallecer. Esto significa que es necesario orar cuando estamos bien, pero también cuando no nos apetece. De hecho, cuando estamos inflamados del amor de Dios, la oración es «sencilla». Sin embargo, cuando no nos encontramos bien ni para hablar con Dios, esa oración se vuelve mucho más necesaria, porque su eficacia no depende de nuestro estado, sino de nuestra confianza. Y la parábola de hoy nos sitúa ante la necesidad de reconocer que, si de verdad creemos que Dios es un Padre bueno, no podemos más que confiarnos en sus manos.
Es cierto que en los momentos de debilidad es cuando más nos cuesta unirnos a Dios, como le costaba a Moisés, en la primera lectura, mantener los brazos en alto. Pero en esos momentos en los que la oración se hace árida, es cuando más necesitamos de esa cercanía de Dios. Necesitamos recordar que la presencia de Dios en nuestras vidas no depende de nuestros sentimientos.
Así pues, la pregunta de Jesús del final del evangelio de este domingo cobra una fuerza especial, cuando nos preguntamos: «¿De verdad confío en que siempre que busco a Dios Él me escucha, a pesar de mis sensaciones?» Porque si hasta un juez injusto lo hace, ¿cómo no lo va a hacer mi Padre del cielo?
Para contestar a esta pregunta, podemos acudir a la Sagrada Escritura, que mueve nuestros corazones para amar a Dios, como nos recuerda la segunda lectura. Por eso, pidamos al Señor que nos enseñe a no cansarnos de buscarlo. En todo momento Él permanece a nuestro lado. Busquémoslo, porque Dios es un Padre que no abandona nunca a sus hijos.