Hoy concluimos el año litúrgico, y lo hacemos con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Todos sabemos lo que es un rey, pero Cristo se presenta delante de nosotros como el único, como nuestro modelo, y nos muestra el modo en que se manifiesta como Rey.

Su reinado no es de coronas de oro, sino de espinas. Su trono no es un sillón, sino una cruz.

El reinado de Dios en Cristo es el reinado de aquél que nos pide que nos amemos los unos a los otros, que nos entreguemos a su manera. En el evangelio que hoy escuchamos se muestra cómo ejerce su poder de Rey: nos recuerda que Él está presente en los más pequeños, en los que sufren. Su reinado no es despótico: se ejerce a través de la entrega. Su reinado no es de coronas de oro, sino de espinas. Su trono no es un sillón, sino una cruz. Y, siendo Rey, nos invita a participar de su reinado, imitándolo. No es un Rey en general, sino que viene a nuestro encuentro, a tomarnos sobre sus brazos y a llevarnos junto a Él en el camino de nuestra vida. Si reconocemos a Cristo como Rey de nuestra vida, necesariamente tenemos que asumir su potestad como algo propio que nos afecta, y que nos lleva a entregarnos más a su manera, a reinar y ejercer el poder como servicio, no como mandato.

Celebremos a Jesucristo, Rey del Universo, y asumamos que reinar es compartir su vida, su entrega y la gracia que se nos regala en su resurrección.

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