Este XXVI domingo del Tiempo Ordinario, el evangelio puede movernos a que nos hagamos la siguiente pregunta: «¿me condenaré por ser rico?» Esta pregunta surge de la parábola que el Señor nos plantea. De hecho, también parece que el profeta Amós, en la primera lectura, condena a los que se acuestan en lechos de marfil, comen corderos de rebaño… ¿Cuál es el problema que se plantea con la riqueza?

Si nos damos cuenta, en la Sagrada Escritura son muchas las ocasiones en que se condena la riqueza. Sin embargo, también la abundancia de bienes es signo de la bendición del Señor, como sucede con Abrahán (Gén 13,2.6), con «el justo» (Sal 112,3) o con el que es fiel a la Alianza (Lev 26,3-13). Siendo esto así, ¿cuál es el problema?

Lo que produce la desigualdad entre el rico y Lázaro, es que el pobre está a la puerta de la casa del que la tradición ha bautizado como «Epulón», muriéndose de hambre, mientras el rico banquetea sin contar con la presencia de Lázaro. Los bienes no tienen una connotación moral. La connotación moral viene del uso que se hace de ellos y, sobre todo, de la atención que ponemos en aquellos que sufren. Se trata del papel que juegan los bienes en la relación entre personas, con igual dignidad, y de si estos bienes son instrumento o no para nosotros. Cuando los bienes adquieren un valor absoluto, ese valor absoluto deja de tenerlo la persona humana. O, al menos, cualquier persona que no sea yo mismo. El Señor critica la incapacidad para ver la necesidad del otro, y el uso que se realiza con los bienes en esa desigualdad.

Por eso el apóstol San Pablo exhorta a Timoteo a buscar la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia y la mansedumbre. Todas estas virtudes hacen que tratemos al otro como necesita ser tratado. Cuando utilizamos justamente nuestros bienes, trabajamos para hacer de nuestro mundo un lugar más humano, más parecido al Reino de Dios. Sin embargo, si damos nuestro corazón a nuestras posesiones, éstas ocupan un lugar que pertenece a Dios, y en Él, a nuestro prójimo.

Pidamos hoy al Señor, XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, que nos enseñe a dar el valor que corresponde a nuestro prójimo. Que no seamos como este rico, que tiene a Lázaro sufriendo a su puerta y ni se inmuta. Que nuestros bienes, sean muchos o pocos, estén siempre al servicio del bien de la persona humana.

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