«¡No pierdas el tiempo!» es un imperativo que expresa una cierta urgencia, pero no menos que la lectura del evangelio que escuchamos hoy, que nos invita a darnos prisa en volver nuestra mirada hacia Dios.

Ahora bien, para entenderla, tenemos que comprender algo sobre los administradores de la época de Jesús. Ellos no tenían un sueldo, por lo que tenían que quedarse una parte de las transacciones de la época, de manera que, aunque hubiera menos, facturaban más para poder llevarse una mayor comisión. Sin embargo, este administrador, ante la urgencia por lo sucedido, decide hacer lo contrario: aun habiendo más producto, factura menos, para equilibrar todas las veces en las que ha hecho lo contrario. El administrador se ha dado cuenta de la necesidad de actuar de manera honesta.

El administrador decide poner por delante su honestidad a sus ganancias. Por eso el Señor lo pone como ejemplo. No se puede estar a bien con Dios y con el diablo, porque nos engañamos a nosotros mismos, y ya sabemos quién es el «padre de la mentira». El Señor se lamenta de que los hijos de la luz no sean tan astutos como los hijos de este mundo, porque no saben ver la urgencia de volver su mirada hacia Dios. Muchas veces, podemos pensar que tenemos toda una vida para convertirnos, pero Dios nos quiere amigos suyos hoy, ya: ¡ahora! Se trata de que no nos desanimemos y nos pongamos en camino, sin miedo a caer y levantarnos, con la mirada puesta en el cielo.

Por eso, San Pablo nos anima en la segunda lectura a que nos unamos, a que no existan divisiones, y a que no dejemos el perdón para mañana. Si queremos dar testimonio de que somos seguidores de Cristo, necesariamente debemos darnos prisa a perdonar. Que el Señor nos ayude a poner la mirada en Él para vivir la urgencia de amar como Él nos ha amado.

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