Domingo II del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

Iniciamos los domingos del tiempo ordinario, y la Palabra de Dios nos invita a reconocer cómo, el Señor, nos llama a seguirlo de cerca, a tener una relación de amistad e intimidad con Él que empape todo aquello que vivimos. Como a Samuel, en medio de la noche, Dios nos llama por nuestro nombre, para que le reconozcamos, le sigamos y estemos con Él.

En el evangelio, Jesús llama a Andrés y a otro discípulo, y esto marca sus vidas para siempre, hasta el punto de quedarles grabada la hora en que se encontraron con Jesús. Sin embargo, cuando se encuentra con Simón, directamente le dice que él se llamará Cefas, que significa Pedro. Este nombre, Pedro, evoca la piedra, aquello sobre lo que se construye y se sostiene. Pero, al mismo tiempo, también nos recuerda a aquello con lo que tropezamos. Este nombre tiene estas dos dimensiones, y cómo vemos en los evangelios, Pedro siempre está entre la mayor cercanía con Jesús y la distancia. Y, con todo esto, Jesús los llama para que estén con Él.

Hemos sido llamados también por nuestro nombre

Nosotros hemos sido llamados también por nuestro nombre. Cuando recibimos el bautismo, fuimos bautizados en el nombre de Dios, sumergidos en Él. Jesús nos llama por nuestro nombre, y nos invita a estar con Él. Ahora bien, no sólo en Pedro se da esta ambigüedad que nace de su nombre, de cercanía y lejanía. Nosotros también nos acercamos a Dios y nos alejamos de Él, pero lo importante es que no dejemos de seguirlo, de querer que Él vaya delante, y nosotros detrás, y de tenerlo presente en el camino de nuestra vida.

Que el Señor nos ayude a seguirlo en lo ordinario, en nuestra vida cotidiana, y que a pesar de que nos alejemos, nos ayude siempre a tenerlo en el horizonte de nuestro camino.

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