La vida eterna es el horizonte de nuestra vida, y ese horizonte es cierto que, a veces, puede aparecer incierto. Ahora bien, como Jesús lo sabe, las lecturas de este domingo vienen a iluminar nuestra inquietud, para recordarnos que Dios es Dios de vivos y de vida.

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En el evangelio de este domingo, unos saduceos plantean a Jesús una duda razonable sobre la resurrección a través de un caso particular. Y la respuesta que da Jesús queda a la altura de las circunstancias, aunque no sabemos hasta qué punto sus interlocutores comprendieron lo que quería decir. Lo que sí es cierto es que los invita a dejarse sorprender, y a confiar en sus palabras. Y es que la novedad tiene mucho que ver con la vida eterna.

Jesús les plantea que los parámetros con los que medimos nuestra vida se transforman en la vida eterna, porque en ella estamos junto a Dios, junto a aquél que nos ha mostrado su amor hasta el extremo en Jesús. Por eso Dios es un Dios de vivos, porque nos da una vida nueva que nos hace vivir junto a Él. Si nos confiamos en su amor en esta vida, ¿cómo no nos vamos a fiar estando a su lado?

Es cierto que la muerte de un ser querido nos duele, porque su ausencia genera en nosotros nostalgia. Sin embargo, Dios nos pide esa confianza de saber que esa persona a quién queremos, por su misericordia, está junto a Él. Y esto no sólo nos afecta en la vida eterna, sino aquí ya, porque nos invita a recordar que Dios es novedad, y dejarnos sorprender por Él es una llamada a la confianza. En este sentido, aquello que acontece en nuestras vidas es una invitación a descubrir la presencia de Dios, aunque a veces no comprendamos o nos resulte doloroso.

Por eso, pidamos al Señor que nos enseñe a confiar en su amor y su providencia, para que seamos capaces de ser discípulos de aquél que nos ha mostrado su amor hasta el extremo.

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