Carta semanal del Sr. Cardenal Arzobispo de Valencia 

Nos encontramos en el umbral de la Cuaresma. Con la imposición de la Ceniza, iniciamos este tiempo este miércoles. No todos los tiempos son iguales. El de Cuaresma es un tiempo especialmente relevante e importante para los cristianos. Ha tenido y debe seguir teniendo un hondo significado espiritual. Necesitamos recuperar la Cuaresma. Tal vez, en no pocos, se ha perdido su gran sentido. La secularización de la sociedad, por una parte, como una especie de carcoma que lo corroe todo, y, por otra, el debilitamiento de la fe en amplios sectores cristianos, han motivado que palidezca la vivencia genuina de la Cuaresma en la conciencia de nuestras gentes. Sin embargo, sigue con la misma –si no mayor–, vigencia y actualidad que en otras épocas.

La Cuaresma ha sido una escuela, prolongada a lo largo de los siglos, para la formación del hombre, para liberarlo de sus cadenas interiores, de las pasiones y de los vicios, para su unificación espiritual, para su educación en la bondad, en la caridad, en el perdón, en la paz, en la reparación del mal realizado, en la esperanza de todos los bienes posibles, en la virtud sincera, en la vida nueva. Una verdadera escuela de vida cristiana. No es abusivo reconocer cómo este anual y poderoso ejercicio espiritual ha marcado el proceso histórico de nuestra civilización y cuán incalculable resulta el progreso moral y civil que ha impulsado y desarrollado a lo largo de los siglos de la era cristiana.

La espiritualidad cuaresmal es penitencial. Lleva consigo exigencias como el ayuno, la oración y la limosna. El ayuno y la oración nos recuerdan la necesidad de Dios, su longanimidad y asistencia, la necesidad que tenemos de estar unidos a El. Oración y ayuno son prácticas con las que los fieles quieren despojarse de toda soberbia y disponerse a recibir los dones más grandes y necesarios, entre ellos y de manera particular la paz.

La palabra clave que resume todo el espíritu cuaresmal es: «conversión». Se trata, en efecto, de un tiempo muy propicio para convertirnos a Dios, volver a Él, y encontrar, de nuevo, la plena comunión con Él, en quien está la dicha y felicidad del hombre, la vida y la esperanza, la paz y el amor que lo llena todo y sacia los anhelos más vivos del corazón humano. Convertirse significa repensar la vida y la manera de situarse ante ella desde Dios, donde está la verdad; poner en cuestión el propio y el común modo de vivir, dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida, no juzgar ni ver, sin más, conforme a las opiniones corrientes que se dan en el ambiente, sino en conformidad con el juicio y la visión de Dios mismo, como vemos en Jesús. Convertirse es dejar que el pensamiento de Dios sea el nuestro, asumir, por tanto, «su mentalidad y sus costumbres», como comprobamos y palpamos en Jesucristo. Convertirse significa, en consecuencia, «obedecer a Dios antes que a los hombres», no vivir sin más como viven todos, ni obrar como obran todos, no sentirse tranquilos en acciones dudosas, ambiguas o malas por el mero hecho de que otros hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; buscar por consiguiente el bien, la paz, aunque resulte incómodo y dificultoso; no apoyarse en el criterio o en el juicio de muchos de los hombres –y aun de la mayoría– sino sólo en el criterio y juicio de Dios.

En otras palabras: convertirse implica buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva en el seguimiento de Jesucristo, que entraña aceptar el don de Dios, la amistad y el amor suyo, dejar que Cristo viva en nosotros y que su amor y su querer actúen en nosotros, acoger su mandato «amaos como yo os he amado», amar con el mismo amor con que Cristo nos ama a todos y a cada uno de los hombres, amando sin límites. Vivir por parte nuestra el amor de Cristo, con todas las exigencias que este amor implica, ha de marcar por completo nuestro camino penitencial de este año, que vivimos con la amenaza siempre de la violencia. En efecto, desde hace algún tiempo, meses o tal vez años, la comunidad internacional vive con gran temor de la violencia terrorista, y aun de mayor violencia, incluso por el peligro de una guerra. Es un deber para los creyentes, cualquiera sea su religión, proclamar que nunca podremos ser felices unos contra otros; nunca el futuro de la humanidad podrá ser asegurado con el terrorismo y la lógica de la guerra.

Ante tal amenaza, la Iglesia proclama de nuevo la necesidad de la conversión como el único camino para la verdadera paz. La llamada a la conversión, a vivir en el amor de Jesucristo, es una invitación especialmente apremiante a vivir en la paz. El cristiano debe buscar y trabajar por la paz, «hacer la paz». El Señor mismo ha obrado así, ha venido a traer la paz; su obra de redención trae la reconciliación y la paz en el amor y la justicia. Él espera que el discípulo le siga, cooperando de este modo a la redención del género humano, en estos momentos. En esto, el cristiano sabe que puede contar con la ayuda del Señor, que nunca abandona a quien, frente a las dificultades recurre a Él.

Como ya dijimos hace algunos años los Obispos de la Conferencia Episcopal Española, «la Iglesia, guiada por el Espíritu de Jesucristo se sabe necesitada siempre de la gracia, y acude constantemente a la fuente de la misericordia y del perdón (de la paz), que es Dios. Al mismo tiempo invita continuamente a ofrecer y recibir el perdón, consciente de que `no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón´. El perdón que puede alcanzar la paz verdadera es un don de Dios. Por eso se ha de pedir en la oración. La oración por la paz no es un elemento que `viene después´ del compromiso de la paz. Al contrario, está en el corazón mismo del esfuerzo por la edificación de una paz en el orden, en la justicia y en la libertad. Orar por la paz significa abrir el corazón humano a la irrupción del poder renovador de Dios… `La esperanza que sostiene a la Iglesia es que el mundo, donde el poder del mal parece predominar, se transforme realmente, con la gracia de Dios, en un mundo en el que puedan colmarse las aspiraciones más nobles del corazón humano; un mundo en el que prevalezca la verdadera paz´. Convocamos, una vez más, a los que han recibido el don de la fe a la oración pública y privada por la paz».

A esta misma oración por la paz, y al ayuno que le es inseparable, nos convoca la santa Cuaresma. Estamos urgidos a iniciar la Cuaresma con una dedicación especialmente intensa a la oración y al ayuno por la paz. Que toda la Cuaresma, y en particular, el próximo Miércoles de Ceniza sea un tiempo de plegaria por la paz. Imploremos a Dios en primer lugar la conversión de los corazones y la amplitud de miras de las decisiones justas para resolver con medios adecuados y pacíficos las disputas que obstaculizan el peregrinar de la humanidad de nuestro tiempo.

Los cristianos ponemos, además, nuestra oración, con devoción filial, en las manos de la Virgen María, Madre de Jesús y madre nuestra, invocándola como Reina de la Paz, para que nos conceda pródigamente los dones de su materna bondad y nos ayude a ser una sola familia, en la solidaridad y en la paz. La invocación a coro a María, nuestra madre del Cielo que su Hijo nos dio junto a su Cruz, irá acompañada por el ayuno, expresión de penitencia por el odio y la violencia que envenenan las relaciones humanas. Y será, así mismo, un despojarse de cualquier soberbia para abrirse a recibir los dones de Dios, particularmente el don de la paz.

+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia

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