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Hoy Jesús mete el dedo en la llaga de nuestra pobreza, a través de las lecturas que se proclaman en toda la Iglesia. Digo que mete el dedo en la llaga porque aunque reconocemos que nosotros, por nuestros medios, no llegamos, nos damos cuenta de que la misericordia viene en nuestro auxilio para ayudarnos a poder llegar más allá de nuestras capacidades.
En el evangelio, encontramos cómo el Señor instruye a sus discípulos sobre algo estremecedor: el amor a los enemigos. A los enemigos no nace amarlos. A quien te pega en una mejilla, no nace ponerle la otra. Y sin embargo, Jesús nos llama a hacerlo. ¿Acaso Jesús quiere que nos frustremos o que nos demos cuenta de lo malos que somos porque no nos nace amar a quien no nos ama? Para nada. Más bien, Jesús quiere recordarnos que en nuestro corazón hemos recibido la llamada a ser «misericordiosos, como nuestro Padre es misericordioso».
Dios Padre es misericordioso, y lo es con nosotros. En nuestros fallos, en los momentos en los que no somos amables, Dios nos sigue amando. Nos comprende y nos ama, sin más. No nos paga según nuestras culpas, sino que nos ama por encima de ellas. Y, de la misma manera que Dios actúa así con nosotros, nos llama a actuar del mismo modo con los demás.
En nuestros fallos, en los momentos en los que no somos amables, dios nos sigue amando
Ahora, cuando nos damos cuenta de que a nosotros no nos nace, ¿Qué hacemos? ¿nos desanimamos? ¡Para nada! Hemos recibido la ayuda de la gracia, la fuerza que Dios envía a nuestros corazones en la acción de su Espíritu que eleva lo que somos para que donde no llegamos, lleguemos, y lo que no nos nace, lo experimentemos como un regalo de Dios en nuestras vidas, que moldea nuestros corazones para que en lo ordinario, seamos capaces de lo extraordinario. No nos desanimemos, seguimos en camino, y pidamos al Señor que nos ayude a amar a los demás con la misma misericordia con la que Dios nos ama a cada uno de nosotros.