Comenzamos un nuevo año litúrgico, y comenzamos el tiempo de adviento, que nos va a ayudar a prepararnos para la venida de Jesús. Pero, ¿cómo me preparo?
La Palabra de Dios nos ayuda a responder a esta pregunta. Primero, desde el profeta Jeremías, que nos habla de una promesa que está para cumplirse. Esa promesa que Dios hace a la casa de Israel y de Judá, se convierte en una promesa que responde al anhelo que hay de felicidad en tu corazón y en el mío, y en el que Dios tiene algo que decirnos. De hecho, el deseo que San Pablo tiene para nosotros en la segunda lectura es justamente ese: que el Señor nos colme y nos haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos. Dios viene, y viene a llenar nuestra vida, y necesitamos que la llene porque nuestro corazón no descansa hasta que no está en Dios.
Ahora bien, el Señor, en el evangelio, no recuerda algo fundamental: necesitamos estar despiertos y preparados. Si no es así, puede que Dios venga a nuestra vida y no nos demos cuenta… ¡con todo lo que lo necesitamos! Tenemos que estar despiertos para poder estar junto a Dios y descubrir cómo viene a nuestra vida. Cuando estamos dormidos, con actitud pasota en nuestra vida, corremos el riesgo de no enterarnos de lo que sucede a nuestro alrededor, y de no descubrir la presencia de Dios en nuestra vida.
Por eso, vamos a pedir al Señor en este primer domingo de Adviento que nos ayude a reconocer la necesidad que tenemos de Él en nuestra vida. Que nos descubra cuál es la promesa que nos hace de felicidad, qué nombre tiene ésta en nuestras vidas, para que podamos ver cómo Dios nos conduce hacia aquello que tiene preparado para nosotros.