El segundo domingo de adviento siempre viene marcado por la cercanía de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María y, por lo tanto, del puente. Sin embargo, hacer puente no significa dejar de vivir el Adviento, sino que significa, más bien, vivirlo de otra forma. Y la Palabra de Dios nos invita a algo muy concreto: preparar el camino al Señor.

Vivir el adviento significa prepararse, dejando que el camino de Dios hasta nuestro corazón sea transitable. A esto nos llama el primo del Señor, Juan el Bautista, cuando nos habla de elevar los valles, y bajar los montes y colinas. Esto, en nuestra vida, se traduce en buscar el equilibrio en aquello que vivimos, entrando en la humildad. La humildad significa andar en verdad: no tenernos por más de lo que somos, ni tampoco por menos. Ni una cosa ni la otra nos ayudan a crecer en la amistad con Dios, porque también dificultan nuestra relación con los demás. En la medida en que eliminamos los excesos y buscamos el modo de crecer en nuestras carencias, vamos creciendo en nuestra capacidad de amar más y mejor a los demás.

La humildad significa andar en verdad: no tenernos por más de lo que somos, ni tampoco por menos.

Y la manera de llevarlo a cabo, nos la recuerda San Pablo: recordando que Dios no deja de trabajar en nosotros para poder llegar hasta el Día de Cristo Jesús. Dios sigue trabajando en nuestra vida y en nuestro corazón, y es Él quien nos va ayudando a crecer en aquello que experimentamos que nos cuesta. Por eso la oración de San Pablo es que crezcamos en amor con los demás, en un amor más profundo y más sensible a las necesidades de los demás, a imagen del amor de Dios por cada uno de nosotros. Pues que el Señor nos conceda esa oración de San Pablo en nuestro camino de preparación a su venida.

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