Con una interjección como la que titula estas líneas los más jóvenes suelen referirse a algo que no va bien, o cuyos derroteros son preocupantes. No me caracterizo por ser pesimista, pero sí encuentro en mi entorno sucesos que me producen preocupación.
​Es verdad que alguna gente madura denigra hoy la etapa de la Transición y, desde la confortabilidad que da ya el tiempo pasado y las dificultades superadas, se atreve a formular hipótesis sobre cómo debería haber sido lo que aconteció, pero lo cierto es que la historia no se puede reinventar y pasó lo que pasó. Pero, ¿qué pasó en España en los finales de los setenta y en la década de los ochenta?
​Lo que sucedió fue algo inaudito en la historia de España, ocurrió que un conjunto de personas, desde la política, los medios de comunicación, los sindicatos, la Iglesia y la empresa, se empeñaron en reconducir la historia nacional hacia parámetros de encuentro, de diálogo, de confrontación civilizada de ideas, creencias y opiniones, de modo que, por primera vez en los siglos XIX y XX, fuimos capaces de articular un ámbito de convivencia asumible y vivible por todos, cualquiera que fuera su ideología o pensamiento. Ese momento de “complicidad” nacional, con todos los errores y defectos que se quiera, fue lo que hizo posible casi cuatro décadas de habitabilidad de nuestra nación, superando la pura “conllevancia” orteguiana y diseñando un marco estable de concordia.
​Por el contrario, los que contamos con el cabello cano, avizoramos hoy una metamorfosis preocupante, pues no sólo se está encrespando la vida estrictamente política, sino que en el conjunto de la sociedad se dan rebrotes de radicalidad que resultan altamente preocupantes.
​Por ejemplo, en los últimos días hemos asistido a sucesos que son reflejo de esa polarizada crispación creciente a la que me refiero: casi simultáneamente, un autobús con diversas propuestas propagandísticas recorre las calles de Madrid, manifestando parecer en contra de determinados proyectos legislativos, mientras en el carnaval de Canarias asistimos al más soez y brutal acto de agresión a los sentimientos y valores de la comunidad católica española que se recuerda desde hace décadas.  He ahí una muestra del creciente estremecimiento en el que habitamos. Me explico:
​Aunque yo pueda asumir desde la antropología y cosmovisión que profeso los mensajes que el referido autobús exhibe, su contenido no halla a mi juicio lugar adecuado en un camión que vaga por las calles, sino en foros de discusión en los que la razón, la ecuanimidad de discurso y la plural concurrencia de opiniones nos permitiera a todos alumbrar unas conclusiones que, unánimes o no, tuvieran una raíz anclada en el diverso alegato racional.
​Por el contrario, en el carnaval de Canarias, desde la otra orilla opuesta, se considera viable, y amparado por las autoridades competentes,  ofender los sentimientos, creencias y valores de una importante comunidad social, singularmente personificada en la comunidad católica a cual se zahiere con periódica regularidad, de suerte que, paradójicamente, los mismos que se movilizan frenéticamente para que la actividad del autobús referido sea objeto de persecución penal, consideran que el deleznable espectáculo canario constituye ni más ni menos que un inodoro e insípido ejercicio de la libertad de expresión, y ni se imaginan que pudiera ser constitutivo de un ilícito penal previsto en nuestro Código punitivo.
​Y aquí radica el núcleo de la profunda fractura social que detecto, y cuyas consecuencias en la vida nacional pueden llegar a resultar trágicas, en contraste con la actitud y metodología de la etapa de nuestra transición, tan denostada por algunos; lo que percibo es la pérdida del sentido del respeto mutuo, que constituye la base de una sociedad democrática que pretenda vivir en un ambiente de paz social. Nada bueno puede deducirse de esta dinámica infernal en la que vamos sumergiéndonos, porque, como enseñan las reglas de la Física, a cada fuerza acción responde otra reacción igual y opuesta. Nunca seré cómplice en la generación del odio, pero tampoco puede pedírsenos a quienes pertenecemos a determinado grupo social, que nos resignemos inermes a sufrir constantes y antijurídicas afrentas. La paz y la concordia no son responsabilidad de unos, sino tarea de todos.

 

Vicente Navarro Luján

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